¿Cuántos bocados de melancolía puedes comer?
Mi abuela, mujer firme, impecable —más sobria que un águila— vivió comiendo sólo un dátil al día durante tres años.
La recuerdo casi esquelética, con su cabello color lila y medias moradas que —a pesar de ser de talla casi infantil— sus piernas delgadísimas no las alcanzaban a llenar y dejaban colgijos de tela caer desde los muslos hasta los tobillos. Horrible. Eso decía mi papá.
Con zapatos verdes de tacón modesto y lentes oscuros, bailaba jazz y cantaba boleros sin dejar nunca, nunca, su copa u vaso <<old fashion>>. Tomaba zambuca negro con moscas de café, una bebida de anís que, según ella, le aliviaba sus cólicos y sus “dolores de mujer”. Como yo era una niña y no una mujer aún, usualmente me daba Baileys o rompope para acompañarla.
Todos en la familia dicen que siempre fue un desmadre pero para mí fue la única con un poco de sentido común.
Yo solía jugar ajedrez con ella después de comer la sopa enlatada de pollo con arroz con la que me alimentó el año entero que viví con ella. Sin excepciones.
No recuerdo haberla escuchado hablar mucho y es que ella actuaba más de lo que apalabraba. El lenguaje no le alcanzaba y su mundo interno rebasaba todo vocabulario; supongo que por eso no le valía la pena intentar comunicarse.
La última vez que habló más que un <<sí>>, <<no>> o <<ajá>> fue una mañana después de bañarse tres veces.
Con su cabello blanquizco con restos del tinte color lila, mojado y peinado exhaustivamente hacia atrás y la cara más pulcra que le vi puesta dijo:
—Pa’ tras ni pa’garrar viada
La frase era como un mantra familiar. De hecho, fue la única vez en su vida que estuvo de acuerdo con algo de lo que decía su familia —mi familia— y eso la llevó a la muerte.
Pronunció esa frase —la última— y dejó de comer.
Tal era su abstinencia que la llevaron con varios doctores hasta que uno, muy considerado, dijo que ella podía sobrevivir ingiriendo un dátil al día.
— Es un bocado suficientemente nutritivo —dijo — uno al día será suficiente.
Una vez que dejó de comer (con permiso de su doctor) y de beber, yo dejé de vivir con ella y me alejé de la sopa enlatada y el rompope.
Todos los domingos acompañaba a mi padre a darle una caja de dátiles a mi abuela.
Su casa estaba repleta de ellos. En la cocina, por el techo, en el suelo, escondidos en las macetas…Había de todo tipo. Frescos, con chocolate, grandes, pequeños, deshidratados…¡era un manjar! —¿cuántos bocados puedes comer?, me preguntaba…
Los dátiles era un buen detalle, pero aquellos bocados nunca se acabaron.
Trabajé algunos años en centros de rehabilitación para adicciones y un centro tantológico. Vi a muchos morir y a otros vivir con la voluntad y el sentido perdidos. Sentí que no estaba hecha para decirle a nadie cómo vivir o cómo morir mejor. Renuncié para ser guía de museo y dedicarme a pintar. Hoy pinto (a veces) y hago quesos veganos.