Y, bueno, creo que dijo pero realmente no me acuerdo. Todo sucede siempre como si cualquier cosa. Estábamos otra vez ahí, jugando squash. Botaba la pelotita azul, rígida y errática. Atravesábamos las líneas rojas una y otra vez y salpicaba sangre de menstruación que salpicaba todo hasta teñir completamente todo de rojo intenso y espeso. No era la luna roja, pero casi. Estábamos ahí poco a poco borrándonos, poco a poco desapareciendo. Difuminándonos y no. Lo que quedaba fuera no éramos nosotros. Lo de afuera eran ellos. Estábamos ahí siendo nosotros, rojo, como metidos en una pieza de Turrell, en una escultura roja del rojo de Alexander Calder. Una hilera de hormigas rojas, un penacho indomable de un fresco de Bonampak, del gorro rojo de un viejo patinando en un pintura de Brueghel el viejo. Sólo me brinca una cosa ahora que lo pienso. Ni tú ni yo, tú mucho menos, estamos viejos. Me gustaría que nos acompañáramos, eso sí. Pero viejos, para nada. Es más, ya tengo nuevamente muchas ganas de ti. Algo así como cuando uno lava y talla un sartén sucio de salsa de jitomates para ñoquis, o como cuando te sirvo y me sirves, en el sueño o la vigilia un nuevo vaso de Campari. Qué dios, como escribió el Caballero de Kürenberg, junte a los que se aman de corazón.
Fotografía: Sean Marc Lee