Sucedió un doce de diciembre, en nuestros cumpleaños. Al poner la cafetera, pensé en que desearía poseer la tranquilidad de mis gatos. Podría caer una bomba en la casa del vecino y ellos jamás despertarían de su siesta.
Los tres felinos dormían en la intemperie, mientras los demás animales se alteraban por los atronadores fuegos artificiales imprimiéndose sobre el cielo. La alarma de la cafetera me regresó a la realidad, serví el café en la taza y salí al jardín. Los cohetes también atemorizaban a las aves, quienes circundaban el cielo de mi casa, en una suerte de ritual. Iban a dar las dos, cuando la virgen descendió del cuadro, avanzó hacia donde me encontraba, tomó mi cabeza entre sus manos y susurró:
—De cualquier forma, se avecina una guerra nuclear.
Yo la miré enternecido. Ella regresó a su sitio, colocando sus manos muy juntas, igual que antes. Di un sorbo a mi café y más que nunca, anhelé ser un gato, su estado imperturbable se antoja eterno.