Nocturno de invierno

Renata fuma un canuto sentada en el suelo de la alcoba. Las piernas en posición de loto, los ojos cerrados. Aspira lento y sostiene unos instantes el humo con sabor a tierra, a planta sagrada. Expulsa una nube gris y la rigidez del cuerpo se transforma en descanso. ¿Cuántas horas ha tenido el día?
El zumbido interno colapsa en el hemisferio izquierdo y le escuecen los ojos. Lleva una eternidad sentada frente a la pantalla analizando números, datos y gráficas para empresas multimillonarias con prioridades incomprensibles. Todo son urgencias, todos quieren ser prioridad. Suspira expulsando esa preocupación falaz de la que se hace dueña cuando el trabajo le absorbe los días. La verdad es que no le importa en absoluto ninguno de los clientes, tampoco la empresa, ni los números, ni las gráficas.
Anteayer su jefe le plantó una llamada de casi una hora para maldecir la falta de organización y comunicación internas. Escuchó estoicamente las quejas, la inquietud y el malestar provocados por el exceso de trabajo y su descontento ante ineptitud del director general. Sintió empatía y compasión. El mundo puede ser una trampa si se presta demasiada atención a los detalles que perturban, que contaminan y dañan la psique hasta el punto de generar enfermedades y dolencias crónicas. ¿Existe algo peor que estar atrapado en una jaula que se construye uno mismo?

Vuelve a la habitación y al presente donde el dolor de cabeza persiste. Aún no ha podido revisar los textos que injustamente acumulan polvo en el escritorio, ni hablar de escribir poemas. La paciencia se ensancha y desinfla como un acordeón con el pasar de los días. Tiene la mente exhausta, el cuerpo inquieto y la energía descompensada. Por hoy será mejor aceptar el cansancio por el exceso de esfuerzo que aumentar la tensión existente. Vuelve a dar una calada honda, dispuesta a abandonar todo pensamiento y rendirse al sentir. Afuera la noche es oscura, se escucha un autobús a lo lejos.

Fotografía por Tania Urgana