Me hace falta la gente de mi cotidiano. Las personas que voy haciendo mías con el caminar, esos rostros que habitan en mí.
Paso la cuarentena dialogando con mis electrodomésticos, sostengo reflexiones, practico la gratitud, trabajo, pero también me engancho con mis demonios. Pero entre el estrés del momento complicado: pienso en mis personas.
Los rostros de los que hablo, me han inspirado por su simpleza, por la profundidad de sus miradas y por darme muestra de lo que es vivir en el presente.
Personas trabajadoras, amables. Cumplen con su trabajo pero algunas se les nota más que eso. Hay una flama en ellos que no se apaga ni en las circunstancias más adversas. Viven por ellos y en algunos casos también por otros; comparten el pan.
Cumplen con su trabajo pero también te dan el aprecio de la maravilla humana. Y ahora en tiempos de pandemia, el regalo provisto por ellos es mayor, sin espacio a duda.
Salen de sus casas aunque las indicaciones del sistema de salud sugieren lo contrario. No hay de otra, hay ciertas actividades, necesidades, que no se pueden interrumpir. Hay personas que no cuentan con un refrigerador porque no tienen la capacidad económica de almacenar, viven al día.
Los privilegios son evidentes -yo y probablemente tú-, lees esto pensando en posibilidades. Pero los rostros en los que pienso, salen a ganarse la vida, porque ellos van por ella. Y aunque el clima y sus historias puedan ocurrir en la común complejidad, hay algo que pauta su distinción.
La paciencia; salir de sí mismo un ratito para darle una sonrisa al otro, se me hace un acto asombroso. Quizás porque anhelo ser menos egoísta, ser como algunos de ellos: campeadores que abrazan lo que tienen, seres que saben apreciar lo que el tiempo a veces desgasta.
Por eso mi gente siempre será la que a pesar de, sigue de pie y sigue viendo a los demás. Sus rostros habitan en mí.
Fotografía por Eduardo Pedro Oliveira
Entrelaza asombros y comparte historias. Enfocada en políticas culturales y humanidades digitales. Curiosa entusiasta.