Con cariño para Raúl Renán y Constantino Cavafis.

¡Qué hermosa es la vida! ¡Cómo nos despoja todos los días, cómo nos arruina implacablemente, cómo nos enriquece sin cesar!”. Jaime Sabines

Comentó el Rabino Marcelo Rittner en un artículo para Enlace Judío:

“Se me ocurre que cada vez que alcanzamos algo nos volvemos a hacer la misma pregunta, es decir; cada vez que conseguimos transformar alguna realidad, un encuentro, cada vez que algo en nuestra vida llega a lo que pensamos debería llegar, la pregunta se da nuevamente: ¿cuál es el sentido a partir de ahora? Yo creo que la pregunta es una búsqueda constante, el sentido de la vida es una respuesta incompleta cada día de la vida. Porque muchas veces podemos sentir que alcanzamos lo que nos propusimos, y casualmente es una característica común, que una vez que alcanzamos algo al día siguiente la sensación es de vacío. Desapareció algo que llenaba nuestro espíritu, la inquietud que nos motivaba a tratar de alcanzar algo, por ello pienso y reafirmo que es una pregunta con una respuesta mutante y al mismo tiempo permanente. La fórmula, a mi ver, es la búsqueda inmutable, la renovación de esa respuesta de acuerdo a lo que vivimos el día de ayer. Claro que algunas respuestas serán de corto alcance y otras de largo alcance, pero la vida es eso, es tratar de ir adoptando cada una de las vivencias, de los razonamientos, de las emociones y de las sensaciones para encontrar la respuesta a la primera pregunta, que es la que va a generar la nueva pregunta”.

Las palabras del Rabino Marcelo Rittner, quien recibió el Doctorado Honoris causa en Teología por el Jewish Theological Seminary, tienen en su inteligente filosofía una explicación dialéctica del comportamiento de la naturaleza. Es entonces curioso para mí que esta brillante interpretación de la vida tenga como origen la siguiente narración. “Cuando Abrán tenía noventa y nueve años, se le apareció Yahvé y le dijo: ‘Yo soy Dios Todopoderoso (El Saday). Procede de acuerdo conmigo y sé honrado, y haré una alianza contigo: haré que te multipliques sin medida’. Abrán cayó rostro en tierra y Dios le habló así: ‘Mira, este es mi pacto contigo: serás padre de una multitud de pueblos. Ya no te llamarás Abrán, sino Abraham, porque te hago padre de una multitud de pueblos… Mantendré mi pacto contigo y con tu descendencia en futuras generaciones, como pacto perpetuo. Seré tu Dios y el de tus descendientes futuros. Os daré a ti y a tu futura descendencia la tierra de tus andanzas… la tierra de Canaán’”.

La causa y consecuencia de este relato bíblico es impresionante.

Negar los más de tres mil años de sucesos en los que el pueblo judío ha desarrollado una valiosa filosofía sería un error. Mi convicción en el marxismo es inquebrantable, pero no es el único manantial del que mi espíritu (espíritu en términos materialistas) ha saciado su sed. Shakespeare, Descartes, Netzahualcóyotl, Leopoldo Lugones, Prokofiev, León Tolstói, Andy Rockz, Norman Miller, Joys, Julio Scherer, Efraín Bartolomé, Vicentico, Gabriel García Márquez, Albert Cohen, Miles Davies, Everardo Mujica, Bob Marley, Zapata, Fernando del Paso, Reginald Rose, Buñuel, Dalí, Rivera, Orozco, Kurosawa, Benito Juárez, entre muchos más, han contribuido a mi desarrollo. Así que decidí acercarme al Rabino Marcelo Rittner, el responsable de la Comunidad Bet-El en México, cofundador y presidente de la Confraternidad Judeo-Cristiana de México y Presidente de la Asamblea Rabínica Latinoamericana para aprender de él.

Saldría entonces de mí mismo y de mi hogar e iría a caminar sobre Avenida Horacio en la Colonia Polanco hasta llegar al número mil setecientos veintidós donde se encuentra ubicada la Sinagoga en la que él preside; edificación simple y pequeña que encontraría cerrada y con una pequeña reja al frente la cual me impidió el paso para poder acercarme a la puerta a tocar el timbre. Al encontrar cerrada la Sinagoga, sin saber qué hacer, aguardé un par de minutos frente al templo, me quedé quieto, observando a la gente pasar. Luego recordé que traía mi cámara fotográfica en la mochila y un par de libros, entonces comencé a buscar un lugar silencioso en donde pudiera leer durante dos horas antes de regresar a ver si la Sinagoga ya estaba abierta. Caminé sin rumbo hasta darme cuenta de que iba por la avenida Cicerón, y las calles tangenciales a ella poseían nombres gratos y familiares; Sócrates, Platón, Séneca, Moliere. Dada tan maravillosa casualidad de nombres propios, resolví sentarme a la sombra de un árbol frondoso a leer la siguiente descripción redactada por Friedrich Heiler:

“El espíritu del profeta es activo, promotor y exigente. En la vivencia profética arden los efectos, se afirma la voluntad de vivir, vence y triunfa incluso en la derrota extrema, se planta cara a la muerte y a la aniquilación. Desde la necesidad y desolación más profunda irrumpe la fe nacida de la indomable voluntad de vivir, la seguridad inquebrantable, la confianza roqueña, la osada esperanza. El profeta es un luchador que consigue pasar de la duda a la certeza, de la atormentadora inseguridad a la seguridad absoluta, de la vacilación al contagioso coraje de vivir, del temor a la esperanza, del deprimente sentimiento de pecado a la dichosa conciencia de salvación y gracia”.

Detuve entonces mi lectura para recordar lo siguiente:

“Jesús era un aldeano, y un aldeano sin estudios, como le echan en cara sus mismos adversarios. No se puede probar que tuviera formación teológica alguna; no había pasado varios años estudiando cómo un Rabino; no se le habían impuesto las manos para ordenarlo de Rabino y autorizarlo a actuar como tal. Él fue, por así decirlo, un narrador público, un relator de historias, como los que todavía pueden encontrarse hoy en la plaza principal de Kabul o en la India ante centenares de personas. Jesús naturalmente, no contaba cuentos, sagas o historias maravillosas. Se inspiraba en las experiencias propias y ajenas y las convertía en experiencias de los que escuchaban su conversación. Tenía, además, un declarado interés práctico y quería aconsejar y ayudar a los demás. Su modo de enseñar era profano, popular, directo. Cuando las circunstancias lo exigían, su argumentación era agudísima; a veces su lenguaje era burlesco e irónico; siempre expresivo, concreto y plástico. Los evangelios no presentan a un Jesús suave, dulce, romántico, religiosamente comedido, diplomático y equilibrado; presentan a Jesús resuelto, perspicaz, inflexible, batallador y polémico cuando es necesario, siempre impávido. Había venido a encender fuego en la tierra”.

Después de recordar un poco la vida de Cristo, comencé a meditar durante varios minutos sobre las preguntas que le haría al Rabino y la forma de dirigirme a él, esto hasta que otras preocupaciones llegaron a mi mente. Despojándome por un momento de mi interés principal, vi frente a mí la majestuosa arquitectura del Palacio de Hierro de Polanco. Escuché entonces la risa de dos chicas altas y delgadas que pasaban por el camellón donde me encontraba. Noté la sutil distribución de la arquitectura de las calles limpias, amplias, bien delineadas de Polanco. Observé las camionetas nuevas y de lujo aparcadas en la calle. Las bellas jardineras con sus arbustos bien trazados. Un pasto suave y verde en toda su extensión. Fue entonces inevitable pensar en las palabras del compositor Silvestre Revueltas:

“Cualquiera diría que querer es poder. Ese es un dicho sin fundamentos, vulgar, burgués. Quiero componer y no me falta, sino me sobra inspiración. Si logro aislarme del ruido y del lastre, si consigo estar concentrado para componer, es asombrosa la fecundidad. Dije lastre. Sí, hay un pesado lastre en todo lo que nos encadena a ese deber de dar una clase para comer. Tener necesidades básicas que no se pueden cubrir más que con el máximo desgaste de nuestra persona; ser pobre, sufrir privaciones, hacer antesalas para pedir empleos, soportar a los mendaces, etcétera. Mis ideas sobre los problemas éticos sociales tienen otro sentido y fuentes diferentes: proceden del pueblo, de los trabajadores, los oprimidos y explotados, amos del futuro”.

Luego pensé que si por algún giro afortunado de la vida encontrara una Musa que me ayudara a reavivar mis letras, acompañándome durante los próximos años en la maestría que pretendo estudiar en Ciudad Universitaria, sería fantástico. Cuántas obras de Teatro no podría escribir si en verdad tuviera mis condiciones materiales cubiertas y una Musa a mi lado. Recordé a Brenda, porque no la enamoré cuando tuve la oportunidad. También recordé a la hermosa chica que conocí en el Museo Jumex, en la exposición de Andy Warhol, y a la cual no me atreví a pedirle su número telefónico por que se notaba ella terminaría casándose en el histórico ex-convento ubicado en el Desierto de los Leones. Llegaría a mí entonces la interrogante, ¿y si me hubiese quedado en la maestría de Eficiencia Energética en el Tecnológico de Ecatepec y aceptado la beca? ¿Pero cómo soportar tanta ignorancia a mi alrededor durante dos años? ¿Un nivel educativo tan bajo? En un lugar de puras apariencias, en donde sólo dos maestros valdrían la pena, en donde el PRI reina y la ética no existe. Concluí al fin que lo que tenía que hacer era publicar mis cuentos, poemas y entrevistas en una edición estéticamente bella, accesible para el lector, porque el libro impreso lo ha sido todo para mí durante años. Deduciría una vez más que a mí no me interesa el dinero para vivir lujos de automóviles, enormes televisiones, o celulares smart que uno siempre tiene que ir pagando en abonos chiquitos. Lo que yo busco es tener mis necesidades básicas de alimentación, vestimenta, servicios y vivienda cubiertas para poder dedicarme por lo menos uno o dos años a mi desarrollo integral como persona, ya sea en el estudio o en un trabajo digno (como lo es escribir).

Así, meditando sobre todo y sobre nada, pasaría más de una hora de mi vida bajo la sombra de aquel árbol para una vez más levantarme e ir a la Sinagoga la cual encontraría nuevamente cerrada. Sólo que en esta ocasión vendría a mi mente la famosa frase de Cristo que dice: “Dios no está en el Templo”. Y cómo yo no buscaba a Dios sino al hombre, decidí platicar con cualquier judío que encontrara en el camino, ya que la cadena es tan fuerte como el más débil de sus eslabones.

Primero intenté conversar con un judío que se detuvo sobre su ecobici en una esquina donde un semáforo en rojo le impidió el paso. Lo saludé de lejos mientras caminaba hacia él, pero evadió mi saludo lo más cordialmente que le fue posible para después continuar su viaje.

En segunda instancia, encontré a un judío caminando sobre la acera. A él también le pareció extraño que le hablara, pero él sí se detuvo a platicar conmigo. Conversamos una media hora y al final nos tomamos una foto, pero él tampoco era la persona a la que yo estaba buscando.

Después de esa breve plática y ya con mi cámara en mano comencé a recorrer de nuevo las calles de Polanco sin rumbo. Estaba fotografiando los edificios hasta que, casi llegando de regreso a Calzada Legaría, muy cerca de la una glorieta me encontraría con el Rabino que le dio vida a esta entrevista. Bueno, al que supuse yo era un Rabino. Como la realidad siempre supera a la ficción, creo que no puede encontrar mejor interlocutor aquella tarde de sol brillante, cielo despejado y en un espacio tranquilo donde los automóviles y las personas casi no transitan.

Al que yo describí cómo Rabino, era un hombre de aproximadamente sesenta años, el cual vestía el característico pantalón de tela suave, saco, zapatos y sombrero negro que contrastan de inmediato con la camisa blanca que usan. Su rostro de tez casi rosada y cejas negras hacía resaltar el iris de sus ojos.

Vi caminar al Rabino con lentitud en dirección opuesta a la que yo caminaba, así que cuando nos encontramos, casi en el mismo punto del espacio, fue fácil colocarme frente a él para pedirle que conversara conmigo. Cómo los demás judíos que contacté ese día, cuando le dirigí la palabra se notó en sus expresiones una cierta desconfianza a mi persona. Le comenté entonces para ganarme su familiaridad que yo era un gentil el cual se había instruido un poco sobre el judaísmo a través de diversos libros, pero como toda mi vida había crecido en el catolicismo (sin yo haberlo pedido) mi comprensión sobre el pueblo de Dios era únicamente literaria. Le dije que no conocía a ninguna persona de la descendencia de Abraham con quien pudiera consultar mis dudas sobre la alianza de Dios con el hombre, el reinado de David o el actual estado de Israel. Al terminar de comentarle mis intereses, vi en su rostro una ligera sonrisa, se notaba que era hombre acostumbrado a ser consultado por la gente. Me respondió que sí, que tenía un par de minutos libres para platicar. Entonces, primero le hice preguntas sobre Abraham. Sonrió nuevamente y me respondió que Abraham es por así decirlo, el padre espiritual de los todos los creyentes cuyas promesas se cumplieron en Cristo, pero para el pueblo judío es también un modelo de hombre, el padre físico del pueblo elegido por Dios, ya que fue Dios quien se acercó a la vida de Abraham, y sería Dios el que decidiría salvar a su pueblo de los egipcios. Me dijo que para los judíos Dios no sólo es el salvador del futuro, de lo venidero en la tierra y en la muerte, cómo para los cristianos a los cuales respeta, sino el salvador real de la historia, un salvador al que le deben ahora su libertad, no es sólo la esperanza del futuro, sino el salvador del pasado, el verdadero protector a quien le dedican oraciones por la mañana y la tarde, en cada celebración de la sinagoga, y con un especial énfasis en la Pascua con el motivo especifico de ese acontecimiento. “Nos consideramos el pueblo liberado por Dios, cuyo padre es Abraham”.

No le comenté que la intensa investigación arqueológica que se ha llevado a cabo durante las últimas décadas en Egipto, en la que docenas de personas deseaban demostrar el peregrinaje del pueblo de Israel ha sido en vano, porque los registros escritos en el periodo en que reinó Ramsés II, no mencionan ningún éxodo hacia el Mar de las Cañas. Pero como mi interés en la conversación con el Rabino no era generar un debate, o actuar cómo un terco materialista, sino aprender de él, dejaría pasar de largo mi observación. Lo que a mí me interesaba era ver y oír su convicción en Yahvé, la sólida fe que ha llevado al pueblo judío a mantenerse cohesionado, a soportar persecuciones, discriminaciones y matanzas por más de tres mil años. Yo quería ver en las expresiones de su cuerpo y en el tono de su voz esa enorme convicción humana que mantiene enlazado a un pueblo diseminado por la tierra, con una cantidad de creyentes muy por debajo del Cristianismo y el Islam, pero que se mantienen unidos y fieles a su filosofía de vida.

Entonces le hice preguntas sobre Moisés y su encuentro con Dios en el Monte Sinaí, a lo cual el Rabino me respondió que primero debería entender que Moisés era un profeta cómo Jesús, un mensajero de Dios a quien se le concedió una tarea específica, la de difundir la palabra y voluntad de Dios. Él dirigió el éxodo por voluntad de Dios. La única persona con la que Dios habló de manera directa y no en sueños o revelaciones fue Moisés. Me dice que en el libro del Éxodo se afirma que Yahvé es el Dios de Israel, e Israel su pueblo. Cuando el Rabino, con su voz suave, mencionó que Jesús fue un profeta, eso confirmó para mí lo que yo ya había leído, que el Judaísmo desde su respetable perspectiva, ve a Cristo como un ser humano y no cómo el hijo de Dios.

No podía evitar ver la ropa del Rabino, ¿en qué época el judaísmo ortodoxo decidió vestirse así? Me hubiese gustado preguntárselo, pero me pareció demasiado trillado hablar de prendas de vestir. Entonces le comenté que yo tenía entendido que para los judíos, Moisés representaba al doctor de la Ley, que llegaban a considerar a Moisés cómo el Rabino por antonomasia. Me contestó que así era con una sonrisa de sorpresa por mi comentario. Me dijo que Moisés recibió los mandamientos de Dios, pero no sólo eso, pues Dios le reveló a Moisés todo el contenido del Pentateuco, cómo se dio la creación y varios acontecimientos futuros.

Le comenté entonces sobre Cristo; le dije que a mi entender, él no era cristiano, sino judío, que su madre María y su padre José eran judíos, al igual que su familia y sus adeptos; judío fue su nombre; judías fueron sus plegarias y su liturgia. Le dije que Cristo predicaba en hebreo y hablaba para los judíos, eran ellos quienes se reunían a escucharlo. Que la posterior fe en Jesús entre varios judíos dio origen a la separación de la comunidad judía, y al nacimiento de una nueva religión, a la cual varios judíos se mostraban lejanos cómo enseña la historia del fariseo Saulo.

Vería de nuevo el rostro alegre y sorprendido de mi interlocutor cuando terminé de dar mi opinión. Le pregunté sólo una duda más al Rabino que amable me había escuchado con atención y siempre dispuesto a explicarme. Le pregunté su opinión sobre el actual estado de Israel.

Me respondió que el tema era largo e intenso, que las doce tribus ya habían luchado con anterioridad por Canaán, y que sin embargo la crisis palestina era de lo más preocupante.

No dijimos nada más. Me despedí de él con el espíritu renovado.

Nada sabría yo de su nombre ni el del mío. Seguros de que nunca volveríamos a encontrarnos, continuamos cada quien su camino. Pero yo le agradecí en mi interior esa conversación amable e inteligente que tanto me hacía falta, y que por alguna razón sabia, sólo podría haberla tenido en ese momento de mi vida con un Rabino.

Fotografía por Alison Scarpulla