Apocatástasis o de cómo me he perdido entre los kalpas

No recuerdo ni quiero recordar nombres para ahuyentar la nostalgia.

Al entrar en el bar aquella noche, advertí que todos los sucios habitantes de aquel oscuro recinto me miraban como a un intruso. Como una mancha de café en un libro nuevo, como un leño mojado en un fuego a punto de apagarse. Cada bar tiene tendencia a seguir ciertas pautas de comportamiento que en el fondo no son demasiado divergentes de las demás, el leño que llena de humo una fogata puede contribuir a que el fuego prenda en otra, y la mezcla perfecta formada por mi depresión, por la rabia y por la presencia de numerosos fantasmas, angustiados y maniacos que me zarandeaban y sin duda me hacían parecer más nervioso de lo que en realidad estaba, pronto tuvo la virtud de animar el ambiente en aquel bar. Gentes que morían de aburrimiento en sus mesas se levantaron para ir a otras, viejos carcamanes que estaban en compañía de sus prostitutas y apenas habían hablado entre sí, comenzaron a charlar y a sonreír, y yo que en aquellos momentos probablemente estaba más aterrorizado que cualquiera de los presentes, recibí el mérito de haber suscitado aquella brusca animación, a pesar de que me limite a inclinar mi cabeza ante alguna cara que encontré en mi camino y a ocupar una posición insular ante la barra.

Había tenido una conversación bastante larga con la que fue en su momento la mujer que más he querido en la vida, no entraré en detalles ni justificaré mis delirios, sólo cabe decir que la conversación había apagado poco a poco mis deseos de regresar a casa sobrio. Cuando llegó el vaso de whisky que había pedido (una mezcla de 90% agua, 5% whisky y 5% miseria) tomé una servilleta y comencé a escribir sin dirección alguna; un ejercicio que me recordaba a mis años de mayor practica literaria. Recordé como la tinta y las servilletas de un bar crean una atmósfera irrespirable, en la que el lienzo te exige una exhumación de todos tus demonios, la mezcla perfecta: whisky, una pluma y algo en donde escribir. Redacté una pequeña bitácora, también un pequeño resumen con las cosas que hubiera querido decirle y que, por una extraña conmoción momentánea, no dije; luego escribí sin siquiera mirar ni pensar en nada en particular.

-¿Hace rato que no te veía en el bar, cómo te ha ido?- Me preguntó el cantinero, mientras miraba hacía un punto fijo entre sus botas y los vasos que acababa de lavar.

-Bien- Contesté, sin ánimo alguno de una conversación.

-Siempre venías ya borracho de algún lado, tomabas una servilleta, pedías una caguama y te ponías a escribir hasta que te corría.

Me limité a terminar con el whisky y luego le pedí una caguama.

-¿Carta blanca?

-Que bien se acuerda de mí- Le dije.

Mientras mi mirada se perdía en la botella de cerveza, recordé que la última vez que había terminado solo en el zepelín (es el nombre del bar) había sido exactamente por la misma causa, diferentes circunstancias pero el mismo detonante. ¿Cómo es que las penas y el alcohol tienen memoria? ¿Qué fuerza hija de puta me arrastra hacía la misma catedral a rezar por mi alma una y otra vez? El tiempo se detuvo una vez más. Sonreí.

No puedo expresar cuanto me tranquilizo encontrarme de nuevo en aquel ambiente, para una persona que había vivido los últimos días de un modo tan agitado, era un honesto alivio estar sentado en un banco entre la calle niños héroes y el canal, con individuos de los que podía prescindir en cualquier momento, pero que entonces por lo menos representaban compañía. La tranquilidad fue sólo momentánea.

Estaba sentado con la pluma en mi mano y el vaso de cerveza a punto de abrazarme la lengua, y sin embargo no me decidía a beber, en mi cabeza solo había viento, por alguna misteriosa razón, el viento que agitaba los amplios ventanales del zepelín parecían agitar al mismo tiempo mis pensamientos. Mi mente quedó en blanco, y sentí el profundo desasosiego que te invade cuando tus ojos son incapaces de enfocar los objetos con claridad, te crees capaz de explicar las verdaderas relaciones del cosmos, pero de tu boca salen solo sonidos incoherentes. Fue entonces que baje la mirada, aún perdida en los azules y rojos del neón y leí lo que había estado escribiendo en la servilleta:

Y entonces de nuevo Aquiles ira a Troya, renacerán las ceremonias y rituales, la historia humana se repite, no hay nada ahora que no fue,  lo que ha sido volverá, ninguno pierde otra vida que la que pierde ahora, morir, es perder el presente, no hay tiempo, no hay principio ni hay final, sólo un eterno retorno de todas las cosas, sólo Nietzsche, sólo yo, sólo una botella y sólo ella.

La fogata se fue apagando poco a poco, el cantinero me echó del bar a la media noche, di unos cuantos pasos hasta mi coche y saqué un cigarrillo, asustado, nervioso y avergonzado por no haberlo advertido antes; Lo último sensible que me había pasado no tenía nada que ver con ella, ni con su ombligo que solía obsesionarme, no tenía nada que ver con los días que se llenan de nostalgia por el clima o por los peligros de la ignorancia, porque en última instancia, yo estoy lleno de ritos peligrosos, algunos más publicables que otros, algunos más decentes. Lo único que pensaba es que no debemos correr hasta el mar cuando venga lleno de lágrimas, ni preguntarnos si es el llanto de los muertos o son esas metáforas que corren calle abajo borrachas en recuerdos; no quería tenerlas en mi mente, quemaban como brasas, como recuerdos calientes, como dolores punzantes, solo pensé en eso, aquí el día es de humo, la noche estuvo ardiendo, la vieron acostarse entre las brasas, exhalando hasta desamarrarse como un episodio de cenizas… Todo vuelve, quizá en otra vida.

Fotografía: stomach aches