La noche de aquel 16 de diciembre, parecía normal. Un cielo moreno que se asomaba en las ventanas abiertas, sin nubes, permitía sentir y ver el espectáculo magnificente que sólo otorga la vigilia decembrina con su frío purpúreo en el ambiente.

Hay noches de partidas inesperadas, noches que petrifican rostros, noches que provocan lluvias incoherentes en invierno.

Los sueños de Persino lo llevaban a una vecindad jamás conocida en el mundo real. Paseó, vio las macetas en las ventanas, niños jugando, mujeres en los lavaderos. De repente un hombre barbudo, de cabellos negros, hizo aparición en el lugar con una jauría de perros, eran unos ocho o nueve, Persino los miró aterrado, algo raro en él, amante natural de los canes, pero con aquellas bestias pasó algo diferente, provocaban un horror antiguo, primigenio. Entonces las bestias mestizas y rabiosas eran liberadas de sus ataduras por su amo y se le abalanzaban a Persino; lo mordían, intentaban despedazarle la piel, él no sentía dolor. Y llegó la sentencia desde el cuarto contiguo como un relámpago que parte en dos el sueño y cuya descarga sucumbe en el corazón de la realidad, llegó en los labios de su hermano.

-¡Fer, mamá grande ya no respira!

Persino despertó de su infancia aquella noche en que su abuela murió, él tenía 21 años.

Fotografía: John Kilar | Instagram