Entraba al quirófano lleno de nervios acostado en una camilla. En la última operación la anestesista lo pinchó más de 15 veces hasta encontrar la vena. Le hubiera pagado a la doctora unos lentes con la graduación adecuada para su miopía de haber sabido, antes de dejarle el brazo como el de un niño adicto a la morfina. Eran procesos dolorosos. Él no pasaba de los 11 años y ya llevaba 4 operaciones en el sistema endocrino. Los que saben de esto deben confirmar cuán atroz era aquello. Había que equilibrar semejantes martirios con algo de placer. Se hizo costumbre obligar a su madre a que después de cada consulta, después de cada operación o manoseo “científico” sobre su cuerpo por parte de los “especialistas”, ella lo llevará a comer al Mc Docnalds y le comprara una cajita feliz en aquellos imberbes años noventa, antes de la colonización de McDonalds por todo el país, en Puebla no había alguno por esos días, había también que aprovechar las visitas a la Ciudad de México, además de las constantes operaciones. Era un tiempo en el que poseer un juguete de la cajita feliz era tan similar a poseer las perlas de la virgen. Una ñoñada, pero también le recuerda cuán condescendiente fue su madre con ese capricho.
Fotografía: John Kilar | Instagram