El día que murió el abuelo estaban casi todos los Persino vivos: los Persino de Mexicalzingo, los de Puebla capital, los de Cocoyotla y de otras latitudes. Esa mañana fúnebre los miembros de la segunda generación olvidaron un rato que se odiaban; se abrazaron, fue como ver la infancia de los primeros tiempos; un mundo sin avaricia; los veía con sus caras tan dulces y afligidas, volvían a ser una familia. El abuelo murió en la víspera de Todos los santos; hubo mariachis, café corriente, pan tieso; canciones de José Alfredo Jiménez, de Pedro y Vicente Fernández; hubo niños de parientes lejanos, amigos de los Persino que no habían vuelto en décadas; no sé cómo se cruzó en el camino una chava que me gustaba del trabajo y la vi aquel día, iba con sus padres al panteón seguramente a ver otro cadáver más antiguo, por aquello del día de muertos.

Cuando el féretro descendió a la tierra, casi pude escuchar los corazones rotos de toda la segunda generación de los Persino; lloraban con sinceridad. El “maestro” Persino dijo algunas palabras que ahora no recuerdo, varios aventaron puños de tierra a la caja; les estaban sepultando un enorme pedazo de alma; se iba el líder, el ogro, el hijo de puta, el padre amoroso; se iba el indio Persino con sus pecados gloriosos, sus hazañas ríspidas, humanas.

Fotografía: John Kilar | Instagram