Nunca es demasiado cuando de hablar de Jessi, mi vecina veterinaria, se trata:

Yo la conocí cuando el fuego de la noche se había extinguido, sus ojos eran minerales áureos en los que reptaba la tristeza. Me dieron ganas de abrazarla y alejar el frío de su pequeño cuerpo de princesa polar, porque cuando nos presentaron ella parecía un helado de chocolate con trozitos de nuez, fui un niño que la adoró desde el principio. Ella era más helada que la escarcha del refri que compró mi abuela en el 84.

Era fría, tan fría, que cuando la fui a saludar dos o tres veces casi llega a matarme de una neumonía cuando abrió la puerta de su casa, pero aun así, yo me he enamorado de ella, porque detrás de su tempestuoso Everest hay una mujer trágica y tierna, trágica de amor, porque a veces no hay más remedio que sufrir de amor, de esos espectros ingratos que nos abandonan a la deriva; yo padecí esa fiebre, ese delirio, por eso, cuando veo su rostro grácil, me digo, yo no soy tan hermoso, pero sí sé cuando un semblante se mancha de Saudade, eso es su rostro: Saudade, nostalgia, y me parte el alma como cebolla en rodajas mirarla, así, porque sé lo que es; todavía me duele la espalda por cargar tanto tiempo a mi ex y a su amante, hasta que un día decidí aventarlos en un paso a desnivel que está en Amozoc para seguir mi camino.

Hay días que su voz madura y fértil me persigue durante la jornada laboral y la escucho cantarme mientras manejo para llegar con bien a dónde sea. Hay días en que la veo en unas 347 mujeres que me encuentro en las carreteras y en las calles de las naciones paria que redimo con justicia. Hay días en los que su aroma es lo único que quiere mi olfato, hasta que se harte y no quiera saber de más esencias.

Soy su gato callejero adorador que ronronea en medio de un páramo hasta encontrar sus pies de seda obscura y quedarme dormido perpetuamente soñando con ella. No hay sueño más reparador, no hay amor más cicatrizante que el que siento por ella.

Fotografía: John Kilar | Instagram