Veintidós

¿No es, acaso, lo más extraordinario de ser humanos el hecho de no estar nunca estáticos?

Aunque quizá, si lo pienso con más detenimiento, he avanzando significativamente, pero sigo de pie sobre este fértil campo que, antes de verter mis palabras sobre él, era un árido desierto con probabilidades nulas de lluvia.

Como mis ojos antes de ti. Que brillaban como rubíes ante tu lujuria y hoy son el vaso que accidentalmente se resbaló de tus manos y se rompió ante el hecho de que no controlo el tiempo y tú no me lees los pensamientos.

Después de eso, toda voz se ahogó y no me di cuenta de que en realidad solo era yo misma hundiendo en el mar del olvido a todo aquel que no fueras tú dándome órdenes de cómo podríamos avanzar más rápido para llegar.

Nos convertimos en una serie de tragedias, a veces una tras otra, y a veces sencillamente se empalmaban, impidiéndonos acercarnos lo suficiente como para decir en sutil susurro aquello que creíamos no poder gritar.

Para cuando la multitud se calmó y me miré en el espejo, los años habían pasado y tú te habías casado ya. Entonces me cansé yo de convencerme que había sido un cruel accidente cuando solo fui yo la que no habló.

¡Enmudecí! Así que mi bandera y mi cruz fue todo aquello que no hice en su momento. La insuficiencia hizo lo que debía en mis pensamientos y me devolvió a la orilla en la que había encallado mi barco y ya no zarpó.

Cambiar de opinión es una cosa, ¿pero sentir dolor por ello?