En estos momentos de caos, los recuerdos se convierten en mi refugio y el amor en mi amuleto protector. Creo que, repasar los instantes que vives al lado de alguien tiene un poder místico, no permite que el lazo se destruya, mantiene algo vivo y palpitante en un multiverso no muy lejano.
Por estos días, me aferro a tener presentes las tardes frías que solemos compartir. Esas en las que así se vea extraño, paso mis manos sobre sus mejillas para sentir la piel tibia, la textura de sus arrugas, que son la prueba de 71 años de lucha con la vida.
También rememoro instantes en los que me quedo a su lado en silencio, escuchando el latido de su corazón y el ritmo de su respiración, mientras le agradezco al universo por permitirme presenciar aquel milagro.
No se queda atrás la evocación de días en los que tomo prestados sus enormes sacos, para sentirlo cerca todo el tiempo, para disfrutar de su olor e imaginar que es él transmitiendo el calor que reconozco desde hace años.
Mucho menos, puedo dejar de lado las ocasiones en las que lo lleno de besos hasta fastidiarlo, y él, con toda la paciencia del mundo me dice “¡basta!” me devuelve un escaso beso de esos que regala y me envía a dormir a mi cuarto.
Es muy dura esta prueba. Tan difícil no verlo, no poder estar a su lado porque hay una cosa invisible que nos separa, que nos infecta, que nos hace vulnerables. Te das cuenta que la vida es frágil, maleable, de un momento a otro todo cambia. Sin avisar te manda un puño al estómago y quedas ahí, sin aire, desconcertado. Esperando retomar la fuerza y responder, pero luchas contra algo muy poderoso y la impotencia te envuelve.
Al final el único camino que queda es la confianza, te agarras fuerte de ella, esperas que la magia, los ángeles, lo que sea que esté más allá de tu poder, obre y lo calme todo.
Fotografía por Barbaros Cargurgel
Mi deporte favorito es inflar egos.