A veces quiero desaparecer. ¡Boom! Desvanecerme. Desprender mi alma de mi forma. Mi existencia física es muy pesada, demasiados prejuicios yacen en mis coyunturas.
No reconozco quién soy frente al reflejo del espejo.
Ni siquiera reconozco lo que siento: una nube de leve confusión de pronto se transforma en una densa niebla y me impide verme. Mi cuerpo es ahora un ancla succionándome hacia dentro: no puedo escapar de mi propia piel.
Solo existo gracias a mi forma, mi cuerpo es lo único que aporta ahora a mi realidad. Mi ser permanece esclavo de una rutina, la cual ya siquiera reconozco como propia. Vivo la vida de alguien más, alguien que no elegí sustituir.
¿Es acaso esto vida? ¿Es acaso que existe aun en mí o ya solo permanece mi cuerpo inerte, suspendido en esta nueva normalidad?
Veinticinco años y cuestiono mi supuesta vida prometida por delante. ¿Si así se siente, qué debería esperar? ¿Por qué debería esperar?
Cuando mi mente se eleva de mi cuerpo realmente soy feliz. Vivo en sueños. En sueños soy. En sueños me gusto y le gusto. En sueños saboreo el amor, experimento el sexo, recupero a las personas que quiero y habito de nuevo los lugares que ame con todo mi corazón.
En sueños mi verdadero yo resplandece, se agita y manifiesta. Al cerrar los ojos, ya no pertenezco a este mundo, vuelo, soy libre.
Regreso a esos momentos sobre la tierra que me dieron vida, me enseñaron que significaba sentir mi cuerpo y alma dentro de algo más grande, que era estar, pertenecer, pero sobre todo ser, sin tapujos, sin tabúes, con más esperanzas que miedos.
Solo cuando sueño vivo, repito en mi imaginación todas esas cosas que alguna vez miré con felicidad y hoy me saben a melancolía.
Escribo historias mentales que me cuento a mí misma, dedicatorias para recordarme que existo que soy más que masa con densidad, que he vivido cosas maravillosas, que sentir la vida entrar por cada uno de mis poros hasta que toca mi alma es algo extraordinario, que esos instantes fugaces de alegría siguen rodeándome, aunque pareciera que por ahora todo está en una pausa forzada que aparenta ser interminable.
Aun en mis propios sueños permanece mi sentido de realidad: soy yo la que me recuerdo que son una ilusión, una semejanza, un reflejo de lo que ya viví, pero que sin vida pasada, sin memorias, sin experiencias previas no existirían y por consiguiente yo tampoco lo haría. Me enseño a valorar la realidad antes que el sueño.
¿Vale la pena seguir, a pesar de la poca fe que ahora le tengo al mundo, solo por crearme nuevas historias y poder repetirlas infinitamente en mis sueños?
Vale la pena seguramente porque de alguna forma puedo vivir dos, tres, cuatro o las veces que me lo permita aquellos momentos que me hacen feliz aun cuando esta versión solo sea a través de mi imaginación. Tal vez debería agradecerme, agradecer a mi ser que lucha por vivir aunque ahora signifique que sea solo por siete horas recostada en una cama. Debería aprender a conciliarme con esta nueva perspectiva de vida, que al fin al cabo es eso, vida, de otra forma pero vida. Es mejor que dejar de soñar de por completo, por apagar la bombilla, por pausar la pluma de la escritora, por quedarme con la duda ¿Qué más podré llegar a soñar? ¿Qué más historias podré llegar a vivir? ¿Quién más podré ser? ¿A quién más conoceré? Pero sobre todo, ¿a dónde más iré?
Por ahora vivo en sueños, esperando que algún día las cosas vuelvan a cambiar, y los sueños asemejen la vida, o la vida asemeje los sueños, lo que pase primero.
Fotografía por Ama Aura
Amante del café y de las buenas historias, turista de museos y galerías de arte. Fotógrafa en proceso y escritora de vez en cuando entre inspiración y ocurrencias.