Eran las seis de la tarde; venía con una parte del batallón, éramos cinco: el General Juárez, López, Montalvo, Íñiguez y yo.
Andábamos en el monte, buscando un lugar para hacer la acampada y la tropa pudiera pasar la noche. Mi General era muy religioso. Siempre andaba hablando con Dios. Se estaba volviendo loco.
Se decían muchas cosas de él, que era estudiado y por eso le habían dado ese rango, que era de una familia rica de allá de su tierra, que hablaba en otros idiomas. Lo único que supe era que venía de Zacatecas. Él era muy joven, como de unos 28 años, cargaba dos rosarios: uno amarrado a su cuello y el otro de oro puro en su rifle. Decía que Dios le ayudaba a dirigir las balas hacia el enemigo.
Después de caminar un buen rato, Montalvo había encontrado el lugar perfecto. Gritó: “mi General, mi General. Aquí mero, aquí mero”. Después de su grito se escucharon dos balazos y Montalvo calló ahí. Una bala había dado en su nuca mientras la otra había perforado su espalda.
Nos habían emboscado. Mi General tiró, pero sólo al aire. Los demás nos tiramos al suelo; se escucharon otros dos tiros. Cuando Juárez calló, estaba a mi lado, lloraba mientras con su mano apretaba su rosario que traía en el cuello. Me dijo cosas que no le entendí. Sólo recuerdo sus lágrimas. Mi General había muerto con los ojos abiertos.
López respondió: “ahí están, ahí están. Cobardes jijos de la chingada, matando por la espalda… no es de valientes”. Bajó a uno y le alcanzó a dar a otro.
Íñiguez estaba aturdido solo pelaba los ojotes mientras veía a mi General morir. López seguía disparando mientras nos mentaba la madre porque sólo él tiraba. Íñiguez empezó a parpadear, reaccionó y disparó.
Yo no disparé, nunca había disparado un arma. El fuego cruzado siguió como por otra media hora ellos eran pocos, tal vez al igual que nosotros, una comitiva buscando donde pasar la noche.
Jijos de la chingada! Gritaba López, era el más bravo. Siempre fue así. Era bueno con el arma pero su locura fue su peor enemigo; se paró, corrió directo a dónde estaban los contrarios lo cocieron de plomo al cabrón. Solo vi como su cuerpo caía para nunca más levantarse.
Íñiguez dejó de disparar. No decía algo. Parecía que se había tragado la lengua. Nos quedamos ahí calladitos. Como dos ratones queriendo ganarle al gato.
Después de rato, escuché a lo lejos gritar: “ya no están, ya los chingamos”. “Ya se fueron”. Volteé a ver a mi compañero; el cabrón estaba temblando y sudaba demasiado. Ya no escuchamos nada y nos paramos sigilosamente. Íñiguez fue por el cuerpo de López y yo recogí el de mi general.
López estaba bañado en plomo. Su pecho deshecho. Tomamos rumbo pa’l destacamento, pero la noche nos ganó.
Decidimos darle Santa sepultura a los muertitos, ahí en medio del monte donde nadie quisiera morir ni mucho menos ser enterrado. Primero, enterramos a mi General. Ahí descubrí que se llamaba Jesús. Traía dos libritos, una biblia con el nombre de una mujer. Tal vez su madre. No lo sé. Y el otro era un libro blanco, no tenía portada. Nunca supe qué era, porque no lo revisé.
Íñiguez me ayudó a meterlo al hoyo, traté de acomodarlo. Tal vez a él le hubiera gustado que lo enterraran como nosotros lo hicimos. Le puse en sus manos el rosario que traía en el cuello y arriba de él le pusimos su fusil. Nunca le quitamos el otro rosario, el de oro. Traté de cerrarle sus ojos pero no pude. Pobre de mi General, no esperaba la muerte. Así lo enterramos. Le rezamos dos Padres Nuestros y ahí quedó.
A López lo enterramos a un ladito de mi General. Ese cabrón sólo cargaba una carta, tal vez de su madre. Él ya tenía tiempo con la tropa, desde que empezó ese desmadre.
No sabíamos su nombre y nunca supe cuál era.
Al igual que a mi General, lo enterramos junto a su arma. Fue ese fusil su único acompañante, bueno, siempre lo fue.
Con López fue más difícil, ya que estaba deshecho. Le amarramos la guerrera para que no se le saliera nada. Ahí había quedado junto al General Jesús Juárez.
Después corrí para alcanzar el cuerpo de Montalvo. Aún era un escuincle, era muy carismático, siempre cantando. Alegrando al personal. Aunque era un niño bien, a quien le gustaba tomar, tomaba a lo desgraciado. Puro mezcal. Montalvo cargaba con un par de cartas. Todos sabíamos de quién eran. Eran de la Lupe, hija de un señor que anduvo con nosotros en la sierra, allá por Michoacán. Ellos agarraron pa’ la capital y ya no supimos nada de ellos. La Lupe le había dejado esas cartas antes de que se fueran. Montalvo cuidaba esas chingaderas como si fuera su vida. Acabaron con él. Y siempre lo iban a estar.
Ya de noche, no habíamos comido nada, traía una perra hambre. Íñiguez no decía nada. Absolutamente nada.
Le dije: “oye cabrón, ¿a ti qué te paso? Los muertos son aquellos, tu no. Ya reacciona”.
Estaba ido. Su cuerpo seguía con vida, pero vi en sus ojos… vi como fallecía.
Para dormir, nos recargamos en un árbol a unos pasos de nuestros difuntos. Íñiguez por enfrente y yo a su espalda.
Así nos quedamos hasta amanecer. No pude dormir bien porque cualquier ruido me despertaba; vi venados, conejos. Pero, era inútil meterles un plomazo porque, en primera, era un inútil para disparar; en segunda, los contrarios se iban a dar cuenta que seguíamos cerca de nuestro último enfrentamiento y podrían ir por nosotros.
Ya de mañana le hablé al cabrón de Íñiguez, pero no respondía.
“Hey, cabrón, aliviánate, ya es de mañana”. Le di pequeñas patadas en las botas, pero no despertaba.
Tenía el sombrero sobre la cara y cuando se lo quité me llevé otra sorpresa.
Íñiguez había muerto, estaba hinchado. Sus labios morados como si lo hubieran apretado. Había visto a gente de la tropa morir, pero nunca de esa manera.
Quién sabe de qué falleció. Me había quedado solo, completamente solo, cuando me di cuenta de mi soledad. Empecé a cavar la tumba de mi compañero. De él no revise nada. ¿Para qué? Ya daba lo mismo. Cómo pude, lo arrastré hasta el hoyo, lo tapé y le di dos padres nuestros.
Pobres de mis compañeros. Me había quedado sin tropa, sin General y sin alguien que pudiera disparar porque era tan torpe que, si yo lo hacía, capaz y me daba a mi.
Corrí para alcanzar a mi tropa, para darles noticias. Para que está pinche guerra se terminará de una vez por todas.
Al poco rato me detuve y empecé a llorar. Recordé a mi madre, a mis hermanos.
Había nacido en el ceno de una familia pobre. Mi padre se dedicaba a la cosecha de maíz en una hacienda, allá en mi tierra, en Guanajuato. Mi madre cocinaba, vendía sus guisos. Que buena era mi madre para hacer tortillas.
Fui el más grande de cinco hijos. Yo, Pedro, mi hermana María, Rosa, Altagracia y Feliciano.
María y Rosa se habían ido con militares cuando esto empezó, hace como unos 3 años. Feliciano falleció. Siempre fue muy frágil. Le dieron las fiebres y, como éramos muy pobres, mi madre lo dejo morir.
¡Ay, pobre de mi hermanito! Tenía dos añitos cuando se murió.
Altagracia se quedó con mis padres en la bola. A mí me separaron de ellos para venirnos aquí a Acapulco.
Le pedí a Dios que me socorriera, que me perdonará todas mis faltas, que me diera otra oportunidad.
Me quedé dormido, desperté ya por la tarde y seguí mi camino. Según yo, ya me faltaba poco para llegar con mi batallón.
Cuando llegué al lugar ya no había nadie. Todos se habían ido. No dejaron ni rastros.
“¿Y ahora?”, me pregunté. “Pos‘, ¿pa’ donde corrieron estos jijos del maíz?”.
Seguí el camino. No podían estar lejos…
Fotografía por die lehmanns.
Psicólogo de profesión y un perseguidor de sueños y anhelos que jamás llegarán.