Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo, y yo le prometí que vendría a verlo. Pero, yo no vine a Comala. Vine a Lomas de Tarango. Barrotes al frente de la casa. Una casa donde recuerdo un perro y un bocho blanco.
A la entrada, una campana; como la de mi abuela, o un intento de ella. Nunca ninguna será como la de mi abuela. Sólo que ahora no está el perro ni el bocho. Ahora son otros coches y una bicicleta. El perro no es el mismo. No es juguetón ni negro. Es un perro viejo que apenas se inmuta al verme. Yo también haría lo mismo si fuera él. Observo la casa al final de la bajada; aquella que siempre imaginé como una colina. La colina ya no es la misma que era entonces ni yo tampoco. Las piernas me pesan más que antes y, ahora para mi, recorrerla es una procesión y la cruz la cargan mis piernas.
Si miro a la ventana, juro que veré sus zapatos bajar por la escalera. A decir verdad, aquella casa nunca tuvo sentido. Alguien salió a la puerta. Un hombre.
-Buenas. ¿Qué se le ofrece?
No dije nada. Solo sacudí la cabeza.
-¿Está buscando al licenciado? Porque no se encuentra.
-No. Yo conocía a los dueños anteriores.
-Ah sí, una pareja. Se fueron a Morelia. El licenciado compró la casa y la hicimos despacho. ¿Acaso necesita ayuda?
-No, gracias. Ahora pido mi coche.
Se metió a la casa y yo seguí mi camino. Caminé de regreso a Mixcoac y de ahí tomé un Uber hasta Insurgentes. Puse la ruta del Mesón Taurino. No me sabía la calle. A decir verdad, nunca me sé los nombres de las calles, de casi ningún sitio. Mi mamá siempre me dijo que me fijara por donde ando y así me hice mi propio mapa de la ciudad.
Caminé por las calles aledañas; primero en dirección opuesta al metrobús que se dirige a Indios Verdes. Quizá mi padre estaría cruzando cualquier esquina. Me crucé después de un rato por donde termina la estación para meterme en otra calle poco transitada que me llevaría al parque.
Mi papá casi no era de esos que van a los parques. Entré al Fisher’s. Pedí mesa para uno; cerca de los baños. Todos en algún momento van ahí a cagar, orinar o vomitar. Asumí que quizá él haría alguna de las tres. Observaba las mesas tratando de encontrarlo entre tantos crudos y borrachos; entre las mesas de parejas, en las de familias. Nunca estuvo. Como había prevenido, se tardaron más en atenderme que yo en buscarlo y me salí.
Si mi padre no estaba bebiendo o comiendo, se estaba cortando el pelo. Fui ahí donde Don Pepe. No iba desde los quince. Ahora tengo diez más. Toqué el timbre.
-¿Con quién viene?
-A corte, con Chelo. ¿Está?
-Sí, pásele.
Subí las escaleras angostas. Me recibió una de sus hijas.
Siempre tengo la maldición de acordarme de caras que nunca se acuerdan de la mía, pero no con Chelo. Chelo se acordaba de mí, o quizá la cara no me había cambiado en 10 años.
Al poco rato de estar en la sala de espera, Chelo me atendió. Me saludó tan alegre como siempre. Me ofreció de tomar y me pasó a su espacio.
-¿Qué vas a hacer? ¿Tienes ganas de algo en específico?
-No, Chelo. Va a ser un despunte nada más.
La magia de los peluqueros es que nunca pasa el tiempo. Siempre saben qué pasa en tu vida, aunque no les digas mucho; Casi tan confidencial como sentarte en el diván de un terapeuta, pero mucho más barato.
-Oye, pues, qué gusto. Fíjate que el que ya no ha venido es tu papá. Tiene como más de un mes que no lo veo ¿Tú crees?
-Por ahí ha de andar, ya lo conoces.
-Sí. Ese Ale. ¡Caray! La que ahora viene es su novia Claudia. Está chistosona. ¿No te parece?
-Sí, muy simpática la verdad.
Seguimos platicando un rato. Después pagué mi corte y me fui.
Recordé el edificio de enfrente. La horrible subida cargando bolsas de plástico, de esas negras que uno usa para la basura. Toda mi vida cabía en tres de esas bolsas, y años más tarde le añadiría seis cajas de plástico para mis libros.
Mi papá ayudándome a subirlas a su departamento. Sólo una cama, una televisión que ahora no servía más que para ver la tele abierta con antena. La cocina; con lo básico. Mi papá nunca supo cocinar. A decir verdad, dudo que comiera en casa, pero, eso sí, no le faltaban las cervezas y el alcohol; restos de polvo blanco en un buró junto a un cenicero.
Un par de noches en ese lugar. Era eso mejor que nada, aunque ahora siento que nada era lo mismo. Un par de noches ahí. Durmiendo en la misma cama. Dormir fue lo que menos hice. Sus ronquidos no me dejaban. En el baño no había regadera, sólo una taza y un lavabo. La regadera era común y se compartía con otro cuarto de azotea. A todo se acostumbra uno menos a no comer, pensé.
-Hija, si te quedas aquí tendrás que encontrar un trabajo.
-No es problema, ya he trabajado antes.
-También tendrás que aprender a hacerte de comer.
-Sé hacerme huevos y otras cosas. No te preocupes.
-Para lavar tu ropa habrá que llevarla a la lavandería o podemos llevarla a lavar a casa de mis papás.
-Sí, no tengo problema con eso.
-Honestamente, yo consideraría regresarme a casa de tu abuela si fuera tú.
Esperaba cualquier metrobús. El de Indios Verdes o el de Glorieta de Insurgentes. Cualquiera me llevaría a Durango.
Caminé hasta llegar a la esquina de Jalapa. El Oxxo seguía siendo Oxxo; esos nunca desaparecen. En el puesto de periódicos, el mismo señor, sólo que ahora en lugar de canas en el copete, éstas ahora le cubrían la cabeza y se habían olvidado de sus patillas.
Miré al tercer piso. Siempre que paso me fijo en el balcón. Antes, mi mamá lo llenaba con macetas. Ahora está vacío. Y el que fuma, ya no es mi papá, sino un extranjero con pinta de francés.
Me seguí de frente, rumbo al parque. Al pasar, me percaté de que el portero del edificio ya no era Don Alberto. Quizá ya hasta se había muerto. La papelería ahora era una cafetería que soló dura un par de meses y luego tiene que cerrar para que otra tome su lugar.
Me senté a la sombra del David. Estaba apagado. En las bancas, los acostumbrados teporochos dormidos, pero eso sí, afianzados a sus botellas de alcohol adulterado o etílico.
-A mi no me da miedo ser teporocho. Ya he dormido en la calle.
-¡Alejandro! ¡¿Cómo dices eso?!
-Esos dones son bien cabrones. Nadie se mete con ellos. Son gente densa, a mi no me daría miedo vivir como ellos.
-Ya, Alejandro, y a…
-Guácala, papá, ¿apoco no te bañarías?
-¡Qué cochino, Alejandro! No andes diciendo eso. ¿Qué van a pensar tus hijas?
El bolsillo derecho de mi chamarra vibra.
-Oye, ¿dónde estas?
-En la calle, María José.
-Te estamos esperando. Ya vienes una hora tarde.
-Sí, ya voy. Pásame la ubicación por favor.
-Pero, apúrate, que no podemos esperar más. Ya sólo faltas tú.
-Ya te dije que ya voy. No me presiones.
-Mándame tu ubicación en vivo.
Pedí el coche una última vez. Esperaba que al llegar estuvieran Melissa y Damián; mis abuelos quizá. Cualquier otra persona no podría saber quién era.
Cuánto detesto las situaciones donde todos saben quién eres y tú no conoces a nadie. Y más, maldigo el hecho de que siempre voy a recordarle la jeta a todos. Los únicos que de verdad quieren estar ahí serán pocos. En realidad no me imagino que alguien quisiera.
-Que les quede claro, yo sólo les puedo dejar educación. No les puedo dejar bienes ni casas porque no los tengo. Y eso es más que suficiente.
Alejandro Lara Flores. No epitafio. Sólo la fecha de nacimiento y la de su muerte. La tumba, simbólica. Las cenizas, las esparcieron, sólo ellas saben dónde estarán.
Fotografía por Normen Gadiel.
Nací y me crié en CDMX, escribo desde los 9 y sigo aprendiendo a mis 26. Escribo, no porque quiera contar algo, sino porque tengo algo que decir. Soy más sentimientos que persona.