La felicidad se rompió y la verdad fue narrándose como el agua de tormenta en el herido suelo. Las razones empezaron a doler, a quemar todo rastro de estabilidad. Ella decidió irse. Estaba cansada de desafiar a la realidad que mostraba su espejo.
Además, llegó alguien. Apareció un alma que protegió y acompañó su soledad. Una mano solidaria que escuchó como himnos los reproches de otras historias. Esa persona estuvo a su lado para aconsejarla y darle un poco de alivio.
“Alguien más”, escribió en una noche despiadada, cuando ya no hubo estrellas en el cielo, sólo tensión y puntiagudas gotas de amargura. Ella aceptó que en su corazón entraban ilusiones más reales de las que contenían nuestros nombres en una tabla a la deriva de los horizontes. Me dijo que no tenía caso seguir juntos, y a pesar de que mi corazón colapsaba, no se detuvo y se fue para siempre.
No queda nada de nosotros, de lo que un día fuimos; se derrumbó el castillo de amor que se formó al ritmo de los ávidos días en los que atravesamos mundos y calendarios para querernos.
El tiempo ha pasado y todavía siento el golpe de sus letras matando en plenitud los sentimientos. Aún siento que mi cuerpo se hunde en una tumba de memorias y palabras leídas.
Ella sólo quería a alguien que le hiciera sentir que la vida no es sólo escribir y soñar, sino actuar; planificar un futuro, tener metas y ganar de formar una familia. Necesitaba esperanza.
Ahora yo y los recuerdos vagamos sin sentido en la pared. Sé que ella nunca volverá para mirarme con ternura y hacerme sentir que existo, que era real para alguien. Esa es mi tristeza, mi condena.
Editor, lector y un caminante de la literatura.