Despertamos el uno al lado del otro; un par de almas rotas cuya chispa había iluminado la noche y que ahora, derrotadas por el amanecer, desearían estar en cualquier otro lugar a excepción de este sórdido cuarto de hotel.
No te lo pregunté, pero lo he visto en tus ojos mirando el techo enmohecido: esa expresión tan tuya que es de absoluta decepción frente al desastre; algo que, aunque se desea, ya no puede modificarse.
Intento acercarme a ti para besarte, pero la cama me ha parecido un mar embravecido en el que ya no vale la pena nadar pues me ahogaría en él irremediablemente. El sol se ha robado nuestra chispa y el amanecer nos muestra como seres grotescos a los que no vale la pena siquiera mostrarles una pizca de afecto.
Te vistes rápido y yo espero desnudo en la cama, tendido boca arriba, jugando a aguantar la respiración, a ver si de repente me llega la muerte y así no tengo que decirte adiós, o abrazarte, o hacerte pasar por un instante embarazoso.
Tú y yo sabemos que lo que pasó no volverá a pasar –lo decimos, repitiéndolo hasta el cansancio– y si por casualidad llegara a volver a pasar –como ya ha pasado con anterioridad en repetidas ocasiones– tendríamos que replantearnos la forma de romper el círculo y olvidar ese mágico y anhelado instante nocturno en que una chispa surge entre almas tan rotas como las nuestras.
(1990- ¿?). Gestor cultural, bibliómano y colaborador constante de publicaciones digitales.
