Jaime tenía el alma pendida de un hilo. Aferrada, agarrándose de lo último, quien sabe porque y quien sabe cómo. Noventa y tres años de vida, y aun así seguía inhalando y exhalando, ya más por inercia que por algún deseo de vivir. Nació condenado a un cuerpo fuerte, correoso, decía su mamá. Atado a un espíritu algo más sensato el cual se había cansado de vivir hace algunos cincuenta años.
Estiraba el pellejo arrugado por su casa solitaria. Escupiendo el pulmón, ahora en el lavamanos, ahora en el reclinable, sobre su televisor. Y pese toda advertencia médica, seguía encendiendo sus faros. Y terminando su reserva de licores. Pero vaya cuerpo, estaba echo para la mala vida, macizo, duro, resistente. Nada le derribaba.
Se recordaba tan vivaz a sus treinta y cinco años. Con su pequeña empresa de autopartes que le daba para vivir con sus excéntricos lujos. Sin deseos de familia, o de llegar a anciano. Cosas para las que no tenía tiempo de pensar. Siendo tan feliz como era. Viviendo tan al borde del deceso, que no creía llegar a su tan tardío ocaso.
Y justo era donde estaba, agarrado de una hebra a la vida, una hebra aparentemente de hierro, inquebrantable, una esperanza que le pertenecía más al cuerpo que a él. Y pensó exactamente en el día en el que debió haber muerto.
Había sido un quince de septiembre, en una playa cercana. Cuarenta y dos años. Había empezado la fiesta algunas horas antes de dar “el grito”, no era patriota. Pero las fiestas mexicanas de esa playa, destacaba por su carácter dionisiaco. No se había perdido ninguna desde que había tenido la manera de llegar hasta ahí cada septiembre.
Hacía algún tiempo que había dejado de intentar crecer el negocio, mientras alcanzara para vivir lo suficientemente bien y pagar sus lujos, no necesitaba más. Incluso había pensado en traspasar las tiendas y seguir viviendo de algún pequeño porcentaje. En una casa lo suficientemente amplia para reposar el trasero, que fuera para uno solo y que a veces cupieran dos, o tres, según la situación y que se marcharan en la mañana temprano. Tal vez a medio día. Una casa donde guardarse mucho tiempo y también que se pudiera abandonar de repente. Había hecho un simulacro durante un año, en la casa que Humberto, su mejor amigo, le había prestado, en esa playa.
En esa playa, hasta ese quince de septiembre y, ojalá hubiera muerto ese día, ojalá se lo hubiera llevado la ola ahí mismo. Justo cuando ya no deseaba nada. Justo cuando se sentía bien. Cuando miraba hacia atrás y se veía a si mismo tan satisfecho. Sin cansancio, ojalá hubiera caído borracho a una alberca y se haya muerto. Ojalá una banda de sicarios le hubiera volado la cabeza, para robarle hasta el último centavo. Ojalá alguna tristeza lo haya hecho caminar por el balcón y arrojarse. Ojalá alguna pena de las que le vibran a uno en el pecho lo hubiera hecho llevarse al cuerpo más cocaína de la necesaria para que se le parara el corazón.
Pero el frenesí de su tan satisfactorio instante que hubiera querido hacer eterno, solo le alcanzó para darle una gigantesca borrachera, que al día siguiente le provoco una enorme resaca, una resaca que pese a los deseos del espíritu de Jaime que daba por concluida su misión en este tiempo, hizo que su cuerpo buscara algún motivo, no importaba que fuera falso o instantáneo. Un motivo que le volviera a dar pataditas en el culo para que se levantara en las mañanas. Un motivo que Jaime no quería, ni necesitaba, pero que todo lo demás de él, le harían creer que sí. Un motivo que se llamara Jimena, luego Susana, luego Bárbara. Que se llamara Bárbara, si Bárbara. Que se llamara expansión empresarial, que se llamara trabajar todo el día. Que se llamaran hijos de Bárbara. Jaime Jr. Y Francisco. Que se llamara nuevos coches, para todos. Nueva ropa y vacaciones en Cancún. Que se llamara universidad de Jaime Jr y boda de Francisco. Nietos, que se llamara si Octavio que tiene cáncer puede, tú también. Que se llamara si esos niños violinistas sin un brazo pueden, tú también. Si el desgraciado maquilado se aferró tanto hasta que se hizo dueño, pudo, tu que lo tienes todo, tu, tu, también. Y todo lo demás que sucedió después del día en que Jaime debió haber muerto.
Fotografía por: chienz lo
Muchacha de colores y zapatos cómodos para bailar. De boca impertinente, temerosa y tartamuda. Cabellos necios y chamuscados. Nunca musa.