Realizo mi ejercicio matutino de introspección. Me demoro 5 minutos más de lo usual, he venido sintiendo un vacío en el pecho, a un costado del órgano vital. Parece lleno de aire, una pequeña burbuja a punto de reventar, ¿qué será?
Exhalo, inhalo, exhalo, inhalo. Repito. El dolor no aparece, pero la sensación persiste, se expande en mi interior, me sofoca por dentro.
Miro por la ventana, aún con la ausencia en el centro.
El panorama urbano no tiene lo que necesito, algo hace falta.
“Será otro día largo”. Suspiro.
Observo las paredes de la habitación. Los jirones de papel mal arrancados aún cuelgan de ella balanceándose con la fina brisa que entra por una rendija de la ventana.
Ya no hay cuadros en ella, ni adornos innecesarios, pero los agujeros y clavos que los sostenían permanecen como un cruel recordatorio de aquello que se ha ido.
No lloro, porque me estoy acostumbrando a la ausencia, pese al hueco en el costado izquierdo y las náuseas interminables.
El malestar del pecho comienza a subir a mi cabeza, mi respiración se agita, mi desesperación crece. Busco un punto donde fijar mi vista, donde perder mi mente.
Una pequeña ave, posada en el marco de la ventana, una paloma, tal vez otra cosa.
Colores pardos, grises.
Me tranquilizo.
Una leve luz toca el plumaje, un destello de rojo, ¿tal vez una ilusión? No, seguro que ha sucedido, me repito.
Y me duele, te recuerdo y me quiebro por dentro.
Rojo, como el suéter tejido que se ajustaba tan bien a tu figura.
Dorado, como el destello de tu cabello por la mañana.
Y el carmesí se torna negro y en tu ausencia consigues romperme de nuevo.
Fotografía: Tomé Duarte