Despertó de golpe y miró el reloj. Eran las 4:45 AM. Se asomó por la ventana pero no vio nada. Otra pesadilla, comenzaba a hartarse de ellas. La mujer con la que se lió aquella noche dormía como un oso junto a él. Mirándola dormir, se arrepintió de haberla conocido en aquel bar unas horas antes. No sabía cómo iba a deshacerse de ella por la mañana, cuando ya no tuviera ganas de contacto humano.

Se recostó de nuevo, pero después de dar varias vueltas sobre la cama, decidió que lo mejor era levantarse. No parecía que el sueño fuera a regresar. Caminó hacia la cocina, abrió el refrigerador y sacó tres rábanos pequeños. Le gustaba comerlos así, solitos, sin siquiera ponerles un poquito de limón. No sabía por qué exactamente, pero ese sabor fuerte lo encontraba confortador. No recordaba cuándo había comenzado la fijación por ellos, tal vez fue en el verano de 1968, cuando su abuela le ofrecía esos vegetales directos de su cosecha personal. Charlie los tomaba en sus manos, mugrientas de jugar en la tierra, y los metía en su boca sintiendo el frenesí de sabores en su lengua.

Hacer memoria de aquellos días en Nueva York, cuando aún era un niñato en un pequeño departamento en el East Village, siempre le traía sensaciones agridulces en el cuerpo. Sumergirse en aquellas vivencias lo hacía implorar por un trago que se llevara los recuerdos como las olas del mar.

Ahora, a sus 62 años, Charlie Kaufman no podía creer que aún comía sus rábanos mientras miraba a la nada, con una mujer desconocida en su alcoba y una mano casi petrificada en una botella de whisky. Su objetivo, como casi diario, era embriagarse lo suficiente para caer en un sueño pesado y así las constantes pesadillas que sufría no pudieran hacerse presentes. Pero difícilmente lo lograba.

En sus sueños se sabía vigilado por un dron toda la noche y despertaba con mucho miedo, el pulso agitado y la ropa empapada. Aparecía en cuanto cerraba los ojos, un incesante zumbido lo anunciaba. Por alguna razón, este aparatejo se presentaba en su inconsciente. Muchas noches no sabía si era un sueño o no, podía jurar que escuchaba el vibrar de sus hélices, pero cuando se asomaba sólo encontraba la calle desierta y el movimiento insolente de las ramas del árbol de afuera. Por más que quería darle sentido a las pesadillas, no lograba entender por qué alguien lo espiaría. No tenía mucho dinero y pasaba la mayor parte de sus días ebrio. Pocas veces salía de casa y, cuando lo hacía, era sólo para ir al bar que se encontraba a dos cuadras. Sin embargo, la paranoia lo seguía como una sombra.

Esa madrugada, después de varios tragos, comenzó a quedarse dormido. Los párpados ya le pesaban cuando escuchó de nuevo el zumbido. Se levantó rápidamente para ir a la ventana pero cada vez que se asomaba el sonido cambiaba de lugar. Corrió a la estancia pero no vio nada. El sonido se repitió en la recámara, esta vez más fuerte que antes. Se precipitó por el departamento hasta llegar al cuarto pero el ruido ya se había marchado a otra parte.

“Charlie, ¿qué pasa?”, instigó la desconocida desde la cama, despierta debido al alboroto.

“Un dron nos espió por la ventana”, contestó el otro sin dejar de asomarse, “puedo escucharlo zumbar”. La chica lo miró extrañada y se diluyó entre las sábanas otra vez. El zumbido, cada vez mayor, no parecía perturbarla. Pero a Charlie ya le taladraba la cabeza.

“¡Basta! ¡Basta!”, gritaba mientras trataba de distinguir de qué ventana venía ahora. El sonido iba incrementando y Charlie se sumergía en un rincón, atormentado por el ruido. Tenía miedo y el corazón se le quería salir. Zoom, zoom, zoom, se escuchaba, cada vez más alto por todo el departamento.

Se despertó de golpe y miró el reloj. Eran las 4:45 AM. La calle estaba en silencio y junto a él una mujer dormía profundamente. Supo entonces que lo había soñado todo, pero, ¿por qué tenía el sabor de los rábanos tan fresco en su boca?

Fotografía por Fernando Sarano