Escribió el filósofo francés Michel Onfray que el cuerpo condiciona al pensamiento. Nacer deforme, crecer corroído por la enfermedad, vivir aquejado por malestares, puede transformar a los estudiosos de humanidades y creadores de las artes en filósofos pesimistas natos. Su trabajo —su arte, escritos y/o pensamientos— no puede ser sino reflejo de su propia condición. Allí —en las dolencias y heridas personales, en las llagas purulentas y la asfixia de tumores incurables— hay verdadera genialidad en potencia. No hablo del tipo de grandiosidad que se obtiene de un optimismo ramplón y cliché de quien abraza la vida por sobre todas las cosas, sino de aquella que sólo se da en una condición de brutalidad contra uno mismo de forma individual; el tipo de brutalidad que te arrastra hacia la muerte y de la que huir es imposible pero a la que, curiosamente, algunos logran confrontar desde la idea de abrazar el pesimismo, de conformarse con el cruel destino que les ha sido conferido… es decir, hasta que ya queden ganas y/o fuerzas para hacerlo más.