Cortamos camino. Subimos el puente que se supone nos llevaría del otro lado. La noche era lo suficientemente fría para predecir el escalofrío que corría por mis huesos y se impregnaba en mi sangre intentando congelarla. Un atentado, no sé si se entienda.
Volteamos la mirada y no logramos ver nada. Al parecer habíamos perdido a los policías.
Sólo la luz del alumbrado público se hacía notar. La bolsa venía colgando de mi cuello y al doblar la calle, el metal de la correa me deslumbraba tras cada paso.
No todos nacimos para ser rectos, me repetía. Yo sabía exactamente lo que estaba haciendo, sabía que no estaba bien, pero aún así decidimos seguir adelante con el plan.
Llevábamos cuatro meses persiguiendo el objetivo y conocíamos absolutamente cada movimiento. Éramos su sombra, testigos perpetuos de sus infidelidades. Conocíamos su oficina en Santa Fe, el departamento de su amante en Polanco, la peluquería que visitaba cada viernes antes de ir con la colombiana con la que compartía caricias tan prohibidas como periquear en el salón de clases.
Todo sucedió demasiado pronto, no recuerdo en qué momento accedí a seguir el plan, pero lo que sí recuerdo es que siempre me juré salir del barrio a como diera lugar.
¿Qué puedo contar del barrio? Nada que no se sepa. Los niños crecen con la intención de ser el más fuerte, el más temido, el que mayor poder tiene y todo se ve reflejado en los tenis. Unos de edición limitada sólo lanzan el mensaje: estoy por encima de todos. Y lo cierto es que eso implica sepultar la esperanza de una mejor vida.
Ya sé que yo no soy el indicado para hablar de lo correcto. Pero yo creo que el fin justifica los medios.
Sabíamos que no podíamos llegar al objetivo directamente, así que seguimos a Luisa, la amante. Nos impregnamos a ella como el humo del tabaco que inhalaba cada noche a solas, en su balcón. Memorizamos cada paso que daba y nos percatamos de que todos los jueves, iba de compras. La seguimos y fue muy fácil abordarla en el estacionamiento, en menos de 20 segundos ya estaba inconsciente, en la cajuela. La llevamos a la vecindad donde rentaba Raúl y ahí le sacamos toda la información necesaria para llegar al objetivo. Si de algo estoy seguro es que ella de verdad lo amaba, pero toda persona tiene un precio. El de ella no era monetario, era la seguridad de su familia.
Poco a poco la convencimos de que lo conveniente era decirnos todo lo que necesitábamos saber. Ya encaminados, la llevamos a su departamento, donde más tarde, llegaría el objetivo.
Nos aseguramos de que cada cosa quedara justo en su lugar. Sólo esperábamos que el objetivo entrara. Nosotros estábamos escondidos, pero observábamos todo el panorama.
En cuanto escuchamos la llave entrar en la chapa, silenciamos hasta la respiración. Ya adentro del departamento escuchamos sus pasos después de prender la luz salimos de atrás del sofá apuntándole directo al corazón. Traíamos una 22, la más famosa en el barrio por la facilidad para esconderla. En cuanto levantó las manos, nosotros lo encapuchamos y salimos con él del apartamento, claro que nos íbamos a llevar a Luisa, no estábamos dispuestos a correr ningún riesgo.
Íbamos en el carro a todo lo que daba, estábamos en Vasco de Quiroga, los semáforos nos favorecían, pues agarramos todos en verde, y directo al escondite en el barrio. Ya en la vecindad donde rentaba Raúl, comenzamos a hacer las llamadas de rigor. La esposa, hasta eso, no se negó, nos dio la cantidad exacta. Y nosotros ya imaginábamos la cantidad de cosas que compraríamos. Yo ya me imaginaba con los Jordan 1 de Off White, incluso hasta conociendo Paris. Entregamos al señor y emprendimos la huida. Íbamos en camino a dejar a Luisa en el Olivo, lo suficientemente lejos como para que no nos rastrearan.
En la radio sonaba “All eyes on me” de Tupac y en el cruce las luces de una Suburban nos deslumbraban lo suficiente para estorbarles y se impactaran contra el golf en el que íbamos. Lo último que vi fueron mis air force 1 llenos de sangre.
Fotografía por Richard P J Lambert
Mis palabras son los baberos que recogen las babas del diablo.