Lo cambiaría todo por nunca haber salido de la tierra. Estaba tomando el sol en las playas artificiales de los domos africanos cuando el agente espacial Melville llegó.
—Ya no estoy para eso. Déjame disfrutar del sol. ¡Mira!, por allá vienen unas chicas.
—¡El agua de la tierra se agota!, Ribeyro. La evaporización del Atlántico ha secado toda la parte sur del territorio mexicano. En cuatro años ya no habrá esperanza.
Lo cambiaría todo por volver a esa tarde en la playa: la marea artificial, el viento, la cerveza fría, los habanos y las mujeres. Pero era cierto que el agua se terminaría.
En el centro espacial sonorense el botón rojo era presionado y la cuenta regresiva en la enorme pantalla negra iniciaba: 9…8…7…
—¿Por qué yo?, Melville.
—El planeta que encontramos está a un año luz hacia Orión Syx. El 90 % de la superficie del planeta es hielo. Eres el mejor biólogo del planeta, necesito que estudies conmigo ese hielo. La tierra necesita agua.
Caminar de la playa a la casa no era cosa sencilla. El aire caliente, el polvo al dar una pisada; el paisaje, la muerte. Claro que aceptaría formar parte de la misión.
La criogenización no era del todo mala. Hacía seis años que ya habían resuelto el problema de los paros cardiacos en la reanimación de los órganos. Lo malo para el cuerpo humano era el efecto protosináptico que provocaba una especie de paranoia epiléptica segundos después de la descriogenización.
3…2…1… La nave aterrizó el 17 de octubre del 2094 en tiempo terrestre, a las 0700 horas lejos de las gigantescas montañas que causaron tanta curiosidad a los científicos del planeta tierra.
La superficie del planeta era difícil de transitar, los vientos eran terriblemente bruscos… Recoger las muestras de hielo era complicado; la hipotermia, dolorosa. Los trajes no eran efectivos ante el clima glacial.
—Tengo la impresión de que esa montaña no estaba hace un segundo.
—¿La montaña?
—Sí. Anoche igual vi cómo se movía muy extraño el viento.
—¿Quieres ir hacia allá para tomar muestras?
Lo que daría por no haber ido, por nunca haber salido del planeta tierra, morir de sed, quemado por el calor africano.
Caminar sobre el hielo era complicado. No parecía que hubiera suelo firme, sólo hielo; metros y metros de hielo arenoso.
—¡Ribeyro, detrás de ti!
—¡Cuidado, Melville, a tus espaldas!
Lo que al principio y a lo lejos parecían montañas, eran gigantescas estructuras de hielo. Lo que cayó del cielo no fue una avalancha, sino seres enormes de barbas blancas y piel púrpura.
—¡Despierta, Melville, no sé qué hacer!
—Estás asustado. Es normal.
—Esas criaturas, ¿qué son? —preguntó Ribeyro.
—Yclh’u lntun Vuxi’k. Urk nik Nivu’r.
—Jamás regresaremos a la tierra.
—¿Por qué dices eso?, ¿Melville? ¡Melville!
—No sólo nos interesaba el agua del planeta; también queríamos conocer, recabar datos, saber qué cosas son estas criaturas. El proyecto Jötunheim surgió con esa idea.
El príncipe Yir me había mandado llamar cuando capturó a los hombres de la tierra. Al llegar al palacio, los vi. Uno era rubio, de ojos negros; el otro, moreno y fornido. Estaban atador frente a Yir, custodiados por dos centinelas reales, cuando se me pidió leer sus mentes con la ayuda del fruto N’ax.
Al principio me reí de lo primitivo de su tecnología y de lo frágil que se encontraban los humanos en la tierra. Cuando Yir se enteró de eso, mandó a matar a los viajeros y dio la orden para alistar a su ejército.
Iremos a la tierra.
Fotografía por Richard P J Lambert
Escritor y redactor mexicano (1997). Dictaminador de Revista Tlacuache.