Concurrió al punto de encuentro según lo acordado por teléfono. La calle y la neblina sobre ella la hacían memorable y siniestra. – Una broma del destino – pensó, y se aprontó a caminar con pasos más largos que los de costumbre.

La calle estaba iluminada, malamente, y sin transeúntes, más allá de un impertinente perro azabache que se paseaba raudo por la acera, y que no acudió a los nerviosos silbidos que él le dirigía.

Había al menos dos autos estacionados a su izquierda. Ninguno con pasajeros. ¿Por qué no llegas? – murmuró – y un nauseabundo hedor colmó sus sentidos. – ¡Maldito puerto! – pensó. Siguió adentrándose por aquella infame calle.

Cuando recibió el primer puñal por la espalda, sintió como que se vinieron muchas ideas a la cabeza. Un pequeño quejido se le escapó por los labios. Intentó girarse para enfrentar a su atacante, y mientras lo hacía, un segundo estoque, un tanto más certero que el primero le perforaba el sentido y quizás un pulmón. Ahora no se quejó, sino que abrió los ojos muy grandes, y por fin la vio.

Traía un vestido rojo y el semblante más pálido que nunca. Sus penetrantes ojos café brillaban y emocionada intentaba consolarlo. No te preocupes – le susurró al oído – todo terminará pronto. Una tercera arremetida lo arrodilló frente a ella.

Así fue como él le quiso explicar lo mucho que aún le amaba, pero no pudo hacerlo pues la sangre le hacía borbotones en la boca, y quiso también decirle que sentía no haberla abrazado cuando se escapó de casa de sus padres, o cuando se accidentó hace un par de meses, sin embargo la sangre se le amontonaba ahora entre los dientes.

Las ideas se empezaron a juntar y nacieron miles de palabras, pero ninguna de ellas pudo escapar de sus apretados labios.

Sus ojos se tornaron serenos y los de ella se clavaron por última vez en los suyos. Luego, se desplomó en la sucia y vacía calle.

Al otro día un vecino alertó a las autoridades, un fiscal se apersonó en el sitio del suceso, una ambulancia trasladó el cadáver, y un médico forense discutía apasionadamente con un colega acerca de la causa de muerte.

– El tipo no murió desangrado – dijo el primero – mira sus heridas, son superficiales, nunca como para matarlo.

– Quizás murió de un infarto – opinó el segundo – como compilando sus conocimientos en la materia y formulando la más probable conclusión.

– No, no hay indicios de aquello – replicó el otro – mira su rostro tranquilo y sus pupilas. No hay señales de dolor o de molestia siquiera. Pero mira su boca, sí que está bien cerrada.

Para cuando al fin lograron destrabarle la mandíbula, las palabras lo habían atragantado hasta matarlo. Unas cuantas gotas de sangre le recorrían aún la tráquea lastimada por los suspiros y miles de frases sin terminar.

Así, le juntaron los párpados para siempre.

Fotografía: Danté Belt