Tomó prestada una banca del salón vecino para poder asomarse y buscarla. Ahí estaba ella,  en el primer salón del primer piso, con la nariz fracturada cubierta de gasas y micropor. (Era la primera vez que se la fracturaba).

Ella no miraba el pizarrón, ni al maestro, miraba, con  sus ojos errantes, el ilegible presente mezclado con la grisácea paleta de la banca. Quería resolver los problemas del mundo para distraerse de la fastidiosa clase de metodología de la investigación. No se sintió observada por él, muy a pesar de lo pesadas que eran esas pupilas. Persino la había atrapado. Ella tenía la costumbre no ir a la escuela los viernes (y menos aquel viernes). Él esperó en un aula vacía. Cantó quedito el poema y tomó aire. No estaba nervioso, mas bien impaciente. Tic, tac, doce y media, tic, tac doce y cuarto, tic, tac, diez para la una. Fin de la clase la clase.

Persino aparece con el viento que la puerta del salón avienta al abrirse. Ella no parpadea. Los labios de él se mueven: Fuego desciende  de sus cabellos… Sí, es el poema, le está declamando su poema, de ella, regalo de cumpleaños número veintiuno. “Ahí, dónde Xò sonríe…” Los labios de ambos se coordinan, hablan, cantan el poema: “camina descalza sobre el hielo”. Ella quiere llorar, “insiste en estar frente a mí, aunque no lo sepa, aunque no lo quiera saber”.

Fotografía: John Kilar | Instagram