Un domingo cualquiera

Es un domingo cualquiera y mis roomies no están en casa. Entro a la cocina y me preparo café en la cafetera italiana que María me regaló hace unos meses. Por la hora y por el día, el edificio donde vivo está especialmente silencioso. En lo que espero la señal para apagar la flama de la estufa, me siento en la mesa de la cocina, abro mi libreta y comienzo a escribir. Después de un par de párrafos levanto la vista hacia la ventana y veo cómo el sol entra por ella. Me recargo en el respaldo de la silla y suspiro: imágenes van y vienen en mi cabeza, nombres, lugares, olores, libros, canciones. Pienso, pienso, pienso. Pienso que estos últimos tres años han sido muy complicados para mí y como por una especie de reflejo, me inclino hacia adelante y pongo mis codos sobre la mesa, llevo las palmas de mis manos a mis ojos, vuelvo a suspirar, esta vez más profundo y siento cómo mis lágrimas recorren mis mejillas y llegan hasta mi libreta haciendo imposible entender mucho de lo que ya había escrito. Desde que cumplí 28 años lloro con mucha más facilidad. El tiempo pasa y escucho que la cafetera italiana que María me regaló comienza a sacar vapor: es la señal para apagar la estufa. Estiro el cuello de mi playera y seco mis ojos con ella. Me levanto y sirvo café en la taza que traje de Oaxaca. Cierro mi libreta y me vuelvo a sentar. Los minutos avanzan y yo sólo quiero estar aquí, me siento bien aquí, en silencio viendo cómo el sol entra por la ventana. Ya no pienso en nada, sólo sé que es un domingo cualquiera y mis roomies no están en casa.

Fotografía por Ama Aura