La pieza era un espejo. Bueno, no realmente un espejo. Algo como un espejo, pero quien haya leído “El Aleph” de Borges puede entenderlo. Ahí se reunía todo, pero todo lo que a uno no puede gustarle. Por eso la pieza era una obra de arte. Porque incomodaba a todos. Incomodaba mucho. Era como si a todo aquel que se posara enfrente de la pieza le tronaran su cacahuatito. Whatever that means.
Desde el comienzo, antes de la exhibición, todo fue un vomitadero. Nadie se explicaba realmente la razón, pero era obvio. Todo mundo está podrido. Pero todo mundo se hace tonto al recto de su fetidez. Van a mear, van cagar, ni modo que no estén ya podridos. Porque eso sale del cuerpo. Así que la obra lo único que hizo fue mostrar lo que realmente somos.
El primer espectador, en realidad espectadora, se paró delante de la pieza y aventó desde lo más profundo de la boca de su estómago un fango verde. Ese lodo era portobellos y lechuga jamás deglutidos. La señorita comía algo pero no masticaba, no quiero ni pensar cuando se va a la cama. El siguiente fue un gordito feliz. Pues papas molidas expulsó, con un poco de hamburguesa desde luego. Una cosa viene con la otra.
Y así. Vinieron rabanitos, aguacates, algo de arrachera, pollito rostizado y salsas. Salsas diversas. La verde, el guacamole, la roja de guajillo, etc, etc. Lo cierto es que la pieza funcionó. Era efectiva. No hubo nadie que no pasara por ahí sin al menos escupir un buen gargajo, algo de semen. El artista por supuesto se sentía satisfecho. Nadie nunca nunca había logrado un proeza tal. El arte finalmente era algo concreto, sólido y al mismo tiempo líquido. Porque de mirar un objeto llovían cascadas de licuados. Una obra útil finalmente, gracias a dios.
Fotografía: John Kilar