Salí de mi zona de confort y fue una mierda

Por las mañanas y algunas noches, me he visto rodeada de comentarios de personas, publicaciones en Facebook, notas y artículos en internet donde se afirma que el clímax de la vida, la meta final, aquello que habías estado buscando durante siglos, está ahí: en los terrenos desconocidos, en las tierras aventuradas que no entran en el límite de lo que comúnmente llamamos zona de confort.

Debo admitir que me dejé convencer por ello. En algún punto de mi vida me imaginé viajando por la India, sentada sobre un elefante sin tener más que una mochila encima de mí (y quizás unos cuantos dólares en el bolsillo para no morir de hambre). La idea vendida de los tatuajes de pajaritos y frases sobre la libertad, acompañadas de penachos al puro estilo Lana del Rey, y sonrisas plasmadas en fotografías de los nuevos aventureros me hizo dar ese paso duro, soltar el cuerpo y lanzarme al vacío. Dejé mi zona de confort.

Tenía una vibra decidida, las ansias por conocer la penumbra de la felicidad, me llenó desde el dedo meñique del pie, recorriendo el estómago con cosquilleos y choques eléctricos. Me inundó la cabeza con recuerdos inexistentes sobre lo grandiosa que sería mi nueva vida.

Así que lo hice. Dejé una relación amorosa de cinco años; sí, esa relación llena de peleas, pero con quien buscaba invitaciones, vasos, locaciones y hasta vestuarios para una boda próxima. Comencé a proponer cosas nuevas en el trabajo y a la vez a buscar uno nuevo. Cambié incluso mi religión.

No fueron decisiones fáciles y mucho menos algo que tomara una semana hacer. Pasé tres meses de mi vida haciendo añicos todo lo que me había costado años construir. No vivía precisamente una vida de ensueño, no tenía una relación perfecta, ni el trabajo que todos querrían tener.

Mi vida se resumía en reportear para un periódico popular unos cuantos atropellados y muertos al día. Llegaba a casa en la noche y besaba los mismos labios que había besado durante cinco años. Nos sentábamos en el comedor y cenábamos algún guisado caldoso; a veces en silencio, a veces llorando de tanto reír, a veces lanzando los platos llenos de comida al suelo por algún disgusto.

Me dispuse a dejarlo todo, a experimentar en otros campos. Terminé siendo retratada en calzones por un fotógrafo de talla internacional. Yee, le dicen, famoso por sus controversiales imágenes de chicas en moteles baratos.

Y envuelta por el mundo digital, terminé en brazos de un europeo; un cineasta serbio de ojos perfectos de color champagne. Piel pálida y blanca, casi transparente, alto, modelo en sus viejos tiempos y manteniendo aún un cuerpo de talla impecable. Teníamos más sexo y más cosas en común que con nadie con quien lo había hecho en los últimos quince años de mi vida. Y cuando tienes sólo veinticinco años, eso es mucho que decir.

Me volví adicta a su aliento de vino costoso y a sus besos de sabor mediterráneo. A las tardes calientitas acostados en su sillón; bañados en sudor y otras secreciones, reposando sus atributos desnudos en mis piernas entrelazadas a la suyas, mientras contaba de vez en cuando historias sobre la guerra y su niñez, sobre la universidad y sus ex novias, sobre su trabajo en la actualidad.

Me volví a adicta a las películas de Star wars y a los fiascos cinematográficos. A su forma tan brutal de hacer mierda una película porque no tiene los mejores guiones, los mejores encuadres.

La fantasía duró poco cuando confesó tener una dudosa relación de cinco años que no se atrevería a dejar… qué ironía.

En el trabajo las cosas no fueron mejor. Propuse, dispuse y deshice. Herí egos cuando intenté mejorar algunas cosas, lastimé susceptibilidades con la honestidad. Nadie me habla.

Fue entonces que tuve un encuentro espiritual. El budismo llegó a mi vida como una tentativa salvación de esos terrenos inestables. Me fui a un retiro lejos de casa. Trescientas cincuenta personas cantando mantras y pretendiendo ser las mejores personas. Digo pretendiendo, porque una vez fuera de la Gompa, el ego trascendía a su compasión cuando el buffet se instalaba en el comedor. Aprendí a meditar, a conectarme con el mundo.

Tomé refugio con un Lama que perteneció a la vieja escuela tibetana, de aquellos que iniciaron el budismo en el occidente.

Debo admitir que eso ayudó, me hace mejor persona para el mundo, para los demás. Pero elchoque existencial que uno tiene cuando regresa al mundo real, lleno de cuerpos destazados con olor metálico a sangre seca, lleno de promesas incumplidas, es más deprimente que quedarse sin el amor de tu vida, sin compañeros de trabajo y sin el anormal miembro viril de un europeo cineasta.

Así que aquí estoy, sentada frente al monitor de nuevo, sumergida en los oscuros océanos fuera del área del confort. Consciente de que no puedo regresar a mi zona de comodidad porque ya no existe.

Dicen por ahí en uno de mis libros favoritos: “One must always be prepared for riotous and endless waves of transformation”. Quién sabe, quizás ésta se vuelva mi nueva área de confort, y entonces, en un par de años, me veré escribiendo sentada sobre un elefante en algún lugar lejano como la India, hablando sobre cómo aquello me resulta tan ordinario como para intentar dar un nuevo salto. Tirarme a la mierda.

Fotografía: Dennis Schnieber