El día que te fuiste, volví a entender lo que significaba el abandono.

Y qué sería el abandono sin la soledad; tal vez la amargura propia.

El sufrimiento es a veces una continua melodía en preludio, te despoja de la hipocresía, la mentira y esos hábitos de contarte historias solo por buscar algo de atención.

Es lo que nos esperamos del otro, tal vez de lo humano y de nuestra existencia. Es la constante de lo que uno espera, y mientras sucede- pasa tanto dolor y soledad que termina uno por decirse otro nombre. Y es que, el propio nos causa rabia.

Es lo que evita que la conciencia se pudra, meramente una compunción como la vértebra de lo que realmente nos duele. Y así, acomodamos lo mínimo que queda de verdades para que sea alguna realidad. Nunca existe una palabra que te de tanta fuerza, pero igual e imaginarse una puede hacer que se soporte esa amargura que causa.

De esos jarrones que nunca sabes de que llenarlos, a veces de arena y otros de agua, a veces de nada y otros de flores; es lo versátil del objeto a llenar. Y han sido así esos días, solemnemente solo de arena, cada vez más pesados e inamovibles.

Soy de las que los llena con abandono, para pensar que siento y que he aprendido. Así te he llevado los últimos jarrones, y días. Qué es lo que he buscado de ti, y principalmente de mí.

Esa introducción libre de críticas rápidas, sin ser juzgada a una como muerta, pero sí vacía. El abandono termina siendo las repeticiones de las voces muertas de lo vivido, y de ti que has pasado en ellas.