¿Por qué siempre usas sombrero?

Y de nuevo otra cuenta llegó, ya ni siquiera revisa los gastos hechos, tan solo sabía que la situación se había resuelto y le correspondía poner su parte. Siempre se cuestionaba si ella algo similar sentía, como una cerrazón o entrega completa a una situación o persona sin rechistar si quiera, aunque siempre se respondía que esa confianza ya no existía y no seria posible hablarle de nuevo de la manera en la que acostumbraba y más disfrutaba… con honestidad. Las medicinas ya estaban pagadas.

Los días pasaban y ese sentir de vacío como la oz al cortar el aire mientras su abuelo quitaba la hierba mala tenía lugar; dejaba en entredicho toda su historia nuevamente por desear hacer lo mismo cada vez que de algo se sentía fijo en la tierra, como si la raíz más que dar sostén le encarnara en una historia nueva que desconocía que fuera suya. Ya no era un niñato que pensara que algo podía cambiarse por cambiar la tierra, la tierra sería la misma, la tierra aún así podría dar nuevos frutos.

Al verse sus manos y recordar aquel poema del libro de texto de primaria, dio cuenta que era el primer significante de peso que lo ligaba con aquel hombre que aporto más elementos de carácter que su propio padre, donde sus versos nombraban que la luna se apreciaba en cada una de sus uñas… uf; como lamentaba no poder tener intacto aquel texto en su memoria o mejor aún, físico con ese dibujo donde aquel abuelo (en este caso el suyo como él disfrutaba imaginar) le decía que la belleza de sus manos estaba en que podía capturar lo menguante de la luna en cada una de sus uñas, que no olvidara esa luz y esa belleza.

Vaya que duele no haber hablado mas con él, ahora solo queda el mensaje de tener una “cabeza bien amueblada” mientras lo acompañaba a darle de comer a los conejos y cuestionaba el por qué siempre usar sombrero, “para cubrir esa cabeza” respondía él.

Juancho rebuznaba cómo cada mañana al salir el sol, sus largas pestañas le recordaban a sus propios ojos, brillantes, negros, no sabias si envolvían una profunda tristeza y dolor o era simple humildad. Él apenas despertando cual mocoso de 6 años y el “chilino” ya llevaba un par de horas trabajando cuidando a ese hermoso ejemplar de animal (al menos a ese niño le parecía así). Veía a la distancia como lo alimentaba, hablaba con él y le daba golpes en lomo como si de caricias se tratarán. El olor a leña que tanto repudiaban en sus ropas sus padres y su hermano, a él en secreto le fascinaba, aquel olor que podía venir de cualquier lugar del pueblo. Finalmente él se daba cuenta de ser observado, terminaba y se acercaba para decirle “¿qué pasó ñañelito?” Y regresaban juntos al interior de la casa para desayunar los huevos a la mexicana que había preparado su madre con los chiles del árbol del vecino que regularmente le regalaban “al abuelo” como siempre fue conocido entre todos los del pueblo.

Por alguna razón jamás le dijo cuanto lo amaba (no se arrepiente).
Esa mañana ella lo despertó con la noticia. Le tomó tiempo llorar, lo logró hasta haber llegado a la humilde casa donde él vivía. Se aproximó a su tío: “no tires sus sombreros, yo los guardo” necesitaba algo para cubrir esa cabeza “muy bien amueblada”.

Fotografía por Jocelyn Catterson