Yo sé que éramos jóvenes, posiblemente no sabíamos nada del amor. Nos divertíamos corriendo a la orilla del lago, tú con brasier y bragas por bikini, yo mi bóxer. Tiempo después comenzábamos a nadar desnudos. El sol nos quemaba la piel y el agua siempre estaba fría, cosa que nos tenía sin cuidado. Yo miraba tu exagerado y casi absurdo labial rojo, ese contraste que hacía con tu piel blanca; cerca de ser transparente. Pensaba que si observaba con atención podría verte los huesos.
Sandra. Nunca me gusto tu nombre, pero sí esa elegancia con la que lo portabas, la risa con la que lo marcabas y la gracia con la que sonreías cuando cerrabas tus ojos completamente. Tu labial brillaba con el sol con destellos muy claros cuando me llamabas: “¡Víctor, Víctor, corre! ¡Vamos al bote!”. Mientras yo juntaba nuestras ropas e intentaba seguirte el ritmo. Pasábamos horas en el bote, circulando a lo ancho del lago. Ese verano fui muy feliz, las horas pesaban menos y los días dejaban huella.
Hubiera querido decirte lo que pensaba de tu labial, o de tu nombre. Hubiera querido también que el verano no pasara tan rápido, que las vacaciones no acabaran, que no encontraras tu boleto de avión, que no hubieras tenido que regresar a California.
Han pasado dos años, y sólo quisiera que este muelle no apestara a tu nombre.
Todo es mentira.