Me fumé un cigarro el primer día que te fuiste, justamente a las tres de la tarde, cuando veía que a la cama le faltaba tu silueta perfecta.
Me fumé el segundo cigarro cuando entré al baño y vi los medicamentos con los que controlabas la ansiedad en caso de que yo me fuera, aunque fuiste tú quien se fue.
El tercero me lo fumé recordando cómo solías respirar en mis hombros cuando dormíamos juntos. Respiré y jalé hondo el humo y cerré un poco los ojos intentando convencerme de que al abrirlos estarías tú.
Prendí el cuarto cigarro cuando encontré en la cochera aquella vieja foto que nos tomamos hace años cuando nos conocimos en la feria.
El quinto.
El quinto fue el que determinó y me hizo admitir que ya no volverías.
Para cuando me fumé el sexto, mis dedos se habían vuelto débiles y mi cuerpo moría fatigado de ti.
Al prender el séptimo, mi boca se desmoronó en llanto y mi corazón empezó a sentir toda la sangre de mi cuerpo en él.
Fumando esos siete cigarros me di cuenta de que, aunque supieras que tenía el corazón así de roto, no volverías. Seguiríamos igual de jodidos, como cuando me tenía mis ataques o ti te daban los tuyos. Quería que desapareciera el sentimiento pero entendí que ni aún fumándome una cajetilla entera podría borrar tus dedos de mi mente, o tu boca de mi pecho, o todo aquello que tocaste con tu cuerpo. Y aunque lograra desaparecer, borrar tus huellas, seguiríamos jodidos aún así.
No me busques si no estás dispuesto a volver a conectar tu cuerpo con el mío. Este dolor no se quita ni con un cigarro, ni con dos, ni con tres. Menos aún con siete.
Fotografía: Kristen W