En una ciudad tan poblada como esta, pasan los años y miles de caras nos topamos. Pequeños mundos llenos de historias, algunas trágicas y otras mágicas. Pero la mayoría de ellas jamás las conoceremos, ni una pequeña parte, nada. Pero entonces después de miles de horas que ahora pertenecen al pasado, te encuentras una, una silueta entre la multitud, ni siquiera hay que buscar, solo aparece de repente, sin avisar. Y es allí cuando comienza el proceso, del cual ya conocemos el final, pero aun así suele ser realmente emocionante.
Fue una noche en la que el destino me tenía tejida una tragedia, pero una dulce, una que me haría feliz, donde los momentos efímeros se disfrutarán, hasta llegar a ese final que todos conocemos. Realmente nunca me podré explicar que fue o porque, pero esa noche se me safo un pedazo de juicio y razón que no volví a encontrar jamás. Era una cara y después un nombre que llegaría a inundar mis días. Algo en mi solo quería conocerle, escuchar su voz de cerca y si tenía suerte sentir su calor. Así, que tuve que luchar con mis pequeños duendes de inseguridad y logré dar un paso, solo por letras pero habíamos creado comunicación, un pequeño lazo entre los dos que no existía, y que estaba tan segura que nunca existiría. Ya no podía ni quería que ese lacito se fuera a romper y no se rompió. Pasaban los días tan rápido, y aún más fugaces cuando el día de conocerlo, de hablar frente a frente llegaba.
Pero que importa ya la otra parte de la historia, el café siempre se enfría.
Fotografía: Nik To
Escritora de papelitos regados por el mundo.