DOS
Hace un par de años fue cuando Pedro me ofreció lo del huerto. Habíamos salido a correr. Con un frío de los malos y una humedad que parecía batido de niebla. Era la segunda o la tercera semana después de Reyes. Le dimos la vuelta a Huelva empezando por subir al Conquero, bajar a la Orden Alta y seguir después la Ronda hasta volver otra vez a las Adoratrices. Pedro y yo corríamos siempre con mucha sincronía, con el mismo ritmo y el mismo baile. Mucha simetría y equilibrio. Con los primeros pasos cogíamos el compás y ya no lo soltábamos. Si Candida Höfer hubiera pasado con su coche camino de cualquier sitio para una localización y nos hubiese visto correr, habría frenado como una loca, se habría bajado con la cámara en la mano y habría tirado cuarenta o cincuenta fotos. Serie Movement and Symmetry.
Mientras corríamos, Pedro me habló de su traslado a Ferrol. Él está con una empresa de montaje, y cuando hay por aquí, por aquí se quedan, pero si vienen malas, subcontratan y tiran para donde sea. El montaje tiene eso, que te mueves mucho.
Pedro salía en cinco o seis días. Para dos años o más si se ampliaba la contrata. Y me dijo lo de Aljaraque. La parcela la compraron los padres al poco de casarse. La fueron obrando y arreglando y terminó siendo una casa de campo muy apropiada. La zona tenía más vecinos, gran parte parejas jóvenes con hijos pequeños o encargados. Todos los fines de semana de la infancia de Pedro y el hermano los pasaron en el campo de Aljaraque. El padre y seis o siete vecinos más habían conseguido sacar agua con un artesiano que después canalizaron para las huertas de cada uno. Y aquello se convirtió en una Arcadia a donde largarse cada viernes. Huertas donde todo lo que se sembraba se daba, lomas de frutales con endrinos, melocotoneros, azufaifos, perales e higueras, pequeños corrales con gallinas, pavos y conejos, y agua, mucha agua. Agua también para llenar las albercas que cada uno había levantado en su parte alta, que eran la locura de los niños cuando apretaba el calor y que llevaban el sobrante por una pequeña acequia de obra hasta lo sembrado.
Las parcelas están sobre una solana que revira hasta el barranco, donde empieza la zona de pinos. Son pinos piñoneros de la reforestación de los cuarenta y que ahora son hermosos y corpulentos. Un pinar que se abre y tira para el término de Cartaya por un lado y para el de Gibraleón por el otro.
Ahora ya nada tiene que ver con lo de aquellos años. No hay apenas niños que griten muertos de risa o corran con sus bicicletas subiendo y bajando los carriles. No hay alegría en las tardes, ni coches proletarios aparcados en las entradas, ni chimeneas tirando humo como cigarros habanos.
Las casas, los carriles y las vallas han tenido también su vejez, el padre está muerto desde hace siete años y la madre vive con Enrique. El paraíso que fue el campo, ahora solo es el desahogo de algunos veteranos que cuidan unos huertos medio enmendados, que abren las casas para que se oreen y que llegan solos y se vuelven solos.
Pedro me dijo que el hermano no quería campo, que solo de su trabajo a casa y su mujer y su niña. Y su madre. Y que él tenía enjaretada una huerta que se perdería sin nadie que la asistiese. Y también unos animales por la parte de atrás que daban muy poca guerra. Les tenía unos alimentadores para pienso y agua que les llenaba cuando el trabajo le daba para varios días seguidos. También unos gatos, pero que no querían el cuido de nadie, que andaban siempre de parcela en parcela y solo aparecían si veían presencia por la casa. No tendría que preocuparme de los gastos; él seguiría pagando la luz, la bombona, el gasoil del pozo, el maíz para las gallinas y el poco o mucho otro gasto que llegase. Me daba las llaves de la casa para que la abriera y guardase allí lo que me pareciera, me daba libertad completa para entrar y salir con quien quisiera y cuando quisiera, me daba el beneficio entero de lo que pudiera sacar y me lo pedía como un favor, como un favor muy agradecido. Porque el campo había sido media vida de sus padres y le daba cosa que se lo comieran las zarzas, como estaba pasando con los de la parte de abajo, los del barranco.
Yo no había tenido nunca a mi cargo ni siquiera unas macetas. Cuando vivía con mi madre era ella la que escarbaba, plantaba, cortaba y regaba aquella selva que tenía siempre en el balcón. Ahora que vivo aparte, en mi terraza solo hay una silla roja de Coca Cola donde me siento algunas noches a fumar, una mesa de mimbre con una tarima de plástico y un cenicero gordo de colillas. Es un cuarto y no tiene ascensor, por eso mi madre no sube y no me llena de verde el balcón. Tiene las rodillas como nueces reventadas. Hace dos años la operaron de la derecha y siguió reventada. Mi madre dijo que se acabó.
- Pero yo sé cero de huertos…
- Samu, coño, eso es un rato. Te digo las cuatro cosas y luego es ir y que no se te vaya. No tiene nada.
- Pero, ¿Cómo lo…? ¿Tengo que ir todos los días?
- No, no, nada. Cuando te parezca. Un par de veces o tres en semana y listo. Los bichos le rellenas y níquel.Nunca había corrido rollo cross. Siempre en Huelva. Y no es lo mismo. El hermano de Julio, uno que conocemos de correr, sale siempre con tres más por los carriles de detrás de La Ribera, y cambia todo. El hermano de Julio dice que a las tres o cuatro salidas ya notas otra potencia en los grupos musculares, que a la fuerza, que lo mismo tramos de piedras que zona mojada en una umbría y todo más blando. Y que por eso el multitaco. Otra movida. Vas corriendo y vas vigilando. Y menos lesiones que con lo duro.
- Me dijo huerto y me coloqué en los umbrales máximos y mínimos que tendría de frecuencia cardíaca y en qué comería para equilibrar las calorías fundidas entre los pinos, dónde haría los estiramientos y el calentamiento, a qué hora empezaría y con cuánto quería empezar el minuto.
- Cuando Pedro me propuso atenderle el huerto, la cabeza se me fue al momento para los caminos. Correr entre los pinos. Los desniveles de los carriles, los tiempos, qué zapatillas irían mejor para la arena y para la grava, la progresión, si tendrían relleno de ripio, si los habría circulares o si me llevaría el pulsómetro Boomerang que pillé del Decathlon.
- Bueno, Pedro, creo que sí –se lo dije como quien firma un armisticio-. Vale. Huerto, bichos y abrir la casa. Dos años, ¿no?
- Bien, Samu –me dio un abrazo-. Me voy más tranquilo. No sabía si… A cualquiera no se lo podía dejar, tú sabes. Me voy más tranquilo. Sí, dos años mínimo. Vendré por las fechas, pero dos años.
- ¿Me llevarás antes para…?
- Coño, Samu, claro que sí. Mañana si quieres. Mañana nos tomamos un café abajo, tiramos para Aljaraque y vemos todo lo que hay que ver. Tampoco es mucho; dónde están las llaves de paso, el pienso, el abono, los candados, las herramientas y para qué son, lo que tengo sembrado, las gomas; tú tranquilo, que lo vemos todo.
- Sí, mañana vamos. Y a ver –me eché a reír-, porque mírame, Pedro. No tengo pinta.
- ¿Qué pinta hay que tener para cuidar un huerto, Samu?
- No sé, coño. Mira mis manos; parecen esas de poliéster de las mercerías, forradas de terciopelo –empezamos a reírnos los dos-, las que sirven de modelo para los guantes.
- Cuando Pedro llegó a Ferrol, me mandó varias fotos del Castillo de San Felipe y de la playa de Doniños con una locura de oleaje.
Fotografía: Nik To
Mario Marín, Aroche, 1971.
Artista por actitud. Devoto de la Virgen de la Ataraxia. Invencionista por credo. Activista performer. En alta estima a la purria. Experto en suavidad. Amante del oficio. First Fan del concepto páramo. Desarrolla proyectos y antiproyectos. Morir es un color es su tercera novela.