Noventa y ocho

Él es un caballero de sobria figura, lo acompaña un bastón y un sombrero.

Sus arrugas parecen talladas a mano con una gubia; su cabello cano es el cúmulo de la inventiva que lo llevó a crear un anecdotario; su bastón representa su sostén. No le gusta, dice que pone en pausa su caminar.

Diario se levanta con los primeros rayos que se cuelan por su ventanal. A veces son naranjas, a veces rosas. Él me ha dicho que disfruta de los azules que derivan del atardecer, dice que indican descanso y yo le creo.

Siempre toma Brandy, fuerte y clásico. Y así, todas las tardes el mismo ritual, un anïs para alegrar el apetito y un Brandy para apaciguarlo.

Al mediodía acude a “La Puebla”, cantina en una de las partes más antiguas de la Ciudad. Llega sonriente, sarcástico, con un humor negro que se saborea en cada episodio. Trata a los meseros como su familia. En la esquina justo antes de entrar, voltea y le sonríe al bolero, al que le es fiel desde hace más de 20 años.

Ya sentado disfrutando su “botana”, observa. Él sólo observa. Y comenta lo necesario: sobre el juego de dominó, el cubilete que intentan jugar unos jóvenes perdidos en la cantina. Afuera, alguien juega rayuela. Voltea de reojo entusiasmado.

Siempre me mira extasiado por la juventud que le contagio, por aquello que le evoco. Tenemos el mismo espíritu aventurero. Porque han de saber que para resolverme en la vida, la juego como hombre.

Ese día era su cumpleaños, el número 98. En la tele, un partido de fútbol:

– Abuelo, ¿ Ya se acabó el segundo tiempo?

– Y todavía faltan los tiempos extra; del partido no sé, no lo sé. Me lo dice sonriendo, tocando mi mejilla.- Repite, no lo sé.

Fotografía: Kevin James Neal