Naturaleza muerta

Avena y frutas. Veinte minutos exactos para llegar a la oficina.
El taxista escucha un noticiario donde anuncian que en el norte de Asia una plaga de fiebre se propaga a través de las aves.
Ella, Ka, piensa en su infancia. Se pinta los labios de color marrón. En el espejo nota las ojeras más acentuadas y oscuras, como si las lágrimas le ahumaran el rostro.

Al llegar a la oficina, saluda al viejo guardia, que parece un arbusto que nunca se ha movido de su sitio. Enciende la computadora. Abre el Excel. Enciende la impresora.
Camina a la bodega. Se sienta en la vieja silla de cuero negro, descarapelada.
Enciende la cafetera. Siente la luz tibia y el vapor de café.

Le gustaría llorar allí. Gimotear sin ser vista por los oficinistas.

Nunca nos unió nada- dice.

Apaga la cafetera, avanza y sonríe para Lorenza, la señora de la limpieza, que termina de limpiar el baño de chicas.

Lorenza ha colocado un ramito de gardenias junto al espejo redondo que a estas horas brilla.

Ka piensa en el “Agrimensor”, piensa que por eso su madre la llamó así: Ka.
Le gusta pensar que su nombre procede de un solitario que busca perpetuamente.

Imprime una lista llena de nombres que le parecen fantasmales e inciertos. Doscientas personas.

Llamará a cada uno para ofrecer un plan telefónico.
Doscientas personas acudirán a mi entierro y tú deberás pronunciar un discurso. Escribió su padre en la nota que acompañaba a su cuerpo.

Su padre le debía dinero a unos mafiosos, no rusos. Eran unos mafiosos mexicanos con los que pasaba horas jugando billar.
Los músicos juegan billar… ¿Tú sabes que Mozart era un extraordinario jugador de billar?
Pensaba que era una broma. Su padre era una broma. Un magnifico pianista. Nadie interpretaba como él a Chopin. Ka era una niña y se sentía terriblemente atormentada por esos sonidos, por los breves silencios que salían de las manos de su padre.

Después dejó de ver el piano en casa. Su casa menguó lentamente. Hasta que se mudaron a un departamento lleno de humedad. Ella amaba ese lugar. Amaba su cama pequeña, amaba los closets que se abrían solitarios. Amaba las cortinas desgastadas, de terciopelo rojo que poco a poco se empezaban a decolorar por el sol. Amaba a su madre cosiendo en la vieja Singer, hasta la madrugada. Amaba verla envejecer lentamente, como un mecanismo organico que había sido instalado en el universo.
Amaba la ausencia de su padre, que regresaba cada noche más transparente, con poca hambre y con mucha sed. Con sed de jarras y jarras de agua.

A veces su padre y su madre bebían vino. Un vino bastante barato que a veces, ella, Ka,  ocultaba mientras se quedaba en el baño, largas horas, recostada sobre las baldosas de color verde, antiguas, que se empezaban a quebrar.

Ka empezaba también a envejecer y no lo sabía.
Se enteró de ello al ver el cuerpo de su padre, quieto sobre el edredón muy blanco.
Ese mediodía comprendió que su padre estaba enfermo de esa música que en sus recuerdos de infancia su padre no dejaba de tocar. El día que casi silenciosamente el piano de cola negro y tan elegante, se había ido de su casa, de esa primera casa majestuosa y perdida, también se había ido la esencia del padre.
Al ver el cadaber de su padre, una pesada losa la cimbró.
Se descubrió adulta, sin futuro y sin deseos.
Entonces ella también tuvo sed. Entonces su cuerpo cesó de crecer. Se precipitó al vacío deseado por su ancestro melancolico: la caída.
Caer en el tiempo.
Dejó de asistir a la universidad. Buscó trabajo en diversas oficinas que la ptotegieran del calor abrumador de los extraños.

Del Call Center le gustaba el frío de las primeras horas, ese frío artificial que salía del aire acondicionado.
Le gustaba también el perfume de las chicas a las ocho de la mañana mientras bebían café o tragaban pastillas para soportar el hambre y la ansiedad.
Todas pasaban horas sin comer, hasta que se volvían a reunir en la bodega, para picotear ensaladas de tomate y lechugas, guardadas en su tupers azules.
Después bebían agua de jamaica y algunas corrían al baño a vomitar…

Ella no.

Ka, observaba casi fascinada que por más ensalada, sopa o pizza que comiera, con su cuerpo no pasaba nada. Se mantenía aparentemente en el mismo peso.
Desertó en las relaciones interpersonales. Deseaba su propio cuerpo, nada más.
A veces se enamoraba brevemente de otros oficinistas. Pero ella misma rompía la relación para evitarse sufrimientos.

Se repetía una y otra vez: -Nunca nos unió nada-, era una enunciación verdadera, pues es sabido que nada nos une a los otros. Todos soñamos distinto.

Caer en el tiempo. Decía y recordaba los ojos de su madre al contemplar a su marido en el ataúd. Su madre era más bella ahora. Esperándola cada noche, preparando una cena para tres fantasmas…
Ellas eran sobrevivientes y fantasmas. El padre estaba allí, entre las dos: transparente como música en la memoria.

Caer en el tiempo… Nunca podría enamorarse, pues al nacer y sin saber había sido entregada a Saturno, a la melancolía, a una vida monacal… Había sido engendrada por descendientes de trastornados, de seres contrahechos, de seres que creían en la alquimia y en magias extrañas. Sin saberlo sus padres la habían ofrendado en pos de una falsa felicidad.

Ka, ignoraba todo ello. No deseaba hurgar en su pasado.

Nada nos unía, decía y marcaba un nuevo número telefónico.
Luego repetía una perorata aprendida de memoria.
En navidad ganaría un bono por ser la empleada más eficaz del Call Center.

A penas y lograría sonreír.

Fotografía: Joana Kingwell