Nunca he logrado entender el pánico que le tienen algunos a la muerte.
Lo cierto es que yo no tengo miedo a morir,
si es lo que soy, una superviviente dentro de la vida.
Lo que me aterra es vivir.
Lo que me aterra son los días fríos de invierno,
y que no haya ninguna mano que descanse sobre la mía y me diga que la tormenta pasará.
-Ambas-. La de fuera y la de dentro.
Lo que me aterra son las dudas incesantes,
los hilos de voz por el dolor,
la oscuridad que se avecina cada vez que apago la luz.
Y solo veo miedo.
Y a mí yo sufriendo,
rompiéndose echando de menos algo que me sacuda pero que por una vez,
no aturda, solo despierte.
Me dan miedo las alturas,
los rascacielos a los que huyen mi esperanza y mis ganas de tirar todo incluyéndome.
Tengo el pecho dolorido, y atiborrado de sentimientos y te quieros que no digo.
Tengo teñida a la tristeza, disfrazada con frases como: solo es un mal día, o el incansable ”nada, no me pasa nada”. Pero me pasa todo.
Tiemblo rodeada a sábanas que ni me cubren, ni me proporcionan calor.
Tiemblo aferrada a la idea de sentir algo dentro que no sea vacío o mariposas muertas.
Tiemblo porque quiero dejar de sentir este temor irracional, y para qué mentir;
también quiero dejar de temblar.
Por eso cuando me preguntan
que a qué tengo miedo,
digo que sobre todo a lo que dicen mis versos porque describen a la perfección todo mi tormento.
Porque cuentan la historia que arrastro cada domingo o viernes por la noche que se convierte en una carga imposible de levantar.
Porque tengo ganas de escribir sin contextos.
De querer sin lamentos.
De vivir,
sin miedo a que sople el viento.
Fotografía: Mattéo Mecheko
Vivimos en ruinas emocionales