La mujer de los ojos amarillos

Para Alexandra y Joaquín,

por salvar vidas

 

Decirle a alguien que va a morir es casi como morir tú misma. Mi superior, un señor hindú con semblante inglés, se quitó los anteojos para encomendarnos la tarea. No importaba quién, pero alguien debía dar la noticia. Abotonó su bata mientras se retiraba por el pasillo alfombrado y sucio bañado con una luz artificial que se apagaba y se prendía. Por la ventana congelada vi nieve flotar. Y más allá, la sombra del Chanderkhani cubriendo las chozas de madera roída por el tiempo.

Mi colega se sentó en el suelo con la cabeza entre las rodillas. Adiviné su garganta ahogada, sus ojos tristes con todas las lágrimas que los doctores nunca han derramado. No pudo con la tragedia, decía que si estuviéramos en la clínica, en Tejas, podríamos ayudarla fácilmente, pero aquí no se puede hacer nada, tell her, tell her for me, would you? Tell her she is going to die, I can’t, I’m sorry. Yo tenía veinte años, él era mayor que yo al menos por siete u ocho años. La muerte era algo que había leído en libros de texto. Me quedé sin aire, y ahí estaba ella, con sus ojos amarillos, esperando a que le dieran esperanza en su idioma. ¿Acaso alguien puede dar semejante noticia en una lengua que no es la suya? No hay forma fácil de decir esto, pero, tiene cáncer cervical, she is not going to understand that, señora, lo siento mucho, está enferma, no podemos ayudarla, abrace a su familia, morirá pronto. No le dije eso, no le dije nada, me escondí en el baño, tal vez por años y después se abrió la puerta. It’s not my job Thomas. Why me?

En las faldas del Himalaya, entre Nepal, el Tíbet, Pakistán y la India, exactamente en Malana, una comunidad antigua localizada en el lejano Valle de Parvati, decidí hacer mi voluntariado, impulsada, y quizás éste haya sido el factor más equivocado en un principio, por la leyenda del lugar; aquí nació el hachís, es el más puro del mundo, no sólo porque los niños pequeños lo tratan con sus manos, sino porque el gélido viento los protege de cualquier intruso, su población es de ciento cincuenta y seis habitantes y cero extranjeros.

Nací en México pero viví el resto de mi vida en Estados Unidos. Estudiar medicina, salvar vidas y esas cosas, siempre fueron, quizás desde una edad temprana, sueños indudables. Pero cuando decidí viajar a la India y trabajar en la clínica de aquella oculta aldea durante el invierno, jamás habría imaginado lo que sucedería y cómo mi vida cambiaría para siempre después de conocer a la mujer de los ojos amarillos.

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Conocí a Thomas en la facultad de medicina. Me invitó a una fiesta. Cogimos. Todo eso. Él estaba por comenzar su especialidad y cuando le conté sobre mi viaje a la India hizo todo lo posible por entrar al mismo programa y ser asignado, exactamente, a la misma aldea.

Para llegar a Malana tuvimos que atravesar un camino de piedras sin asfalto, encima de una moto Royal Enfield (muchos caballos de fuerza) por una carretera que vista desde el cielo, parecía una serpiente que me hizo pensar en las monografías de la primaria que cursé en México y explicaban la figura mitológica de Quetzalcóatl. Llovía, más bien, granizaba y las rocas que caían por el monte, para sumarse a la carretera imposible, esquivaron nuestros cascos por algo parecido a un milagro. De no haber emprendido el viaje entonces, el invierno que se avecinaba y su nieve habrían devorado los caminos. Paramos en una cabaña diminuta por un masala chai y una samosa. Las sillas estaban cubiertas con una capa de hielo. Sentía que mis huesos se romperían al menor contacto. Secamos la ropa junto al fuego de la olla donde hervía el té. Bebimos. Escondimos la moto en el bosque y caminamos varios kilómetros bajo la sombra del pico Deo Tibba hacia la cima donde brillaban las cabañas apunto de ser sepultadas por el crudo invierno. Ya no llovía. El sol se veía azul detrás de las nubes frías. El río en el cauce de las montañas retumbaba. Mis calcetines estaban empapados. Mis dedos morados.

Cuando atravesamos el velo de una cascada que servía de portal a la aldea, sucedió algo extraño. Todos los locales nos esquivaron como si fuéramos la peste misma. Los niños reían aplastando sus cuerpos contra los troncos húmedos de las casas con tal de no rozarnos. En la plaza central, junto a un templo de madera labrada y unas columnas de plata ilustrando épicas historias, había un letrero: 

DON´T TOUCH ANYTHING

OR ANYONE.

FOREIGNERS WILL BE FINED

5,000 INR

Al principio fue difícil. La gente de Malana cree descender de grandes hombres y dioses. Son puros. El contacto físico con un extranjero sería catastrófico en su tradición. Esto dificultó mi trabajo médico. Sin embargo, después de un tiempo, y gracias a las condiciones geográficas tan extremas que destruyen todos los cultivos menos el de la cannabis, me gané su confianza contrabandeando hachís a Nueva Delhi. Sólo podía tocarlos a través de uno de los suyos, pero al menos ahora podía aprender su lengua, hablarles, fumar un porro de crema de hachís después de que lo dejaran en el suelo con una sonrisa para que yo lo recogiera, en lugar de acercarlo a mi mano, por miedo al contacto de la piel blanca.

Thomas nunca pudo conectar con el pueblo. Creo que mi parte mexicana pudo reflejarse en su fe alucinante y sus ruidosas y coloridas tradiciones. Él, por otro lado, se sentaba en una mesa a fumar o beber té,  solo, en silencio, con su pelo dorado y su inglés rehusado a combinarse con las expresiones locales. We are here to cure, don’t get attached, it’s going to be harder for you when the time comes. La gente lo llamaba baba, que significa, según pude entender, hombre sabio, hombre que cura, un hombre al que hay que respetar, algo así.

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Las condiciones eran precarias. Sin embargo, a pesar del frío mortal, la gente no enfermaba, en sus venas fluía una resistencia mitológica. Pasaron meses de infecciones leves y falsas alarmas de cirugía, hasta que un día, en el umbral de la clínica, junto a la gotera que se volvió adorno al disfrazarse de estalactita helada, vi a la mujer de los ojos amarillos, o más bien, fue ella la que me vio a mí. Venía de la mano con su hija pequeña, vistiendo un grueso abrigo bordado con colores terrosos. Sus ojos rasgados no obedecían fronteras, eran una mezcla de todas las razas cercanas. Sentí su mirada como una estaca en el estomago. Me saludó con un gesto tierno, las dos manos juntas en el pecho y una sonrisa. Le di consulta. No paraba de sangrar. Días, meses, minutos. Sus expresiones y la manera constante en la que señalaba su vagina me hicieron sentir que el sangrado llevaba años. Lo hablé con Thomas y llevamos el caso con mi superior, él deliberó, tiene cáncer cervical, no hay nada que hacer, tengo que operar a tal persona de tal cosa urgente, vayan, díganle que morirá.

And you, what do you want to do when you grow up? Recuerdo el dedo esquelético de alguna maestra tejana presentándome al grupo como la nueva extranjera que viene con ganas de ser gringa y todo eso. Yo respondía save lives, be a good person, a doctor, que para mí era casi sinónimo. Y todos aplaudían, qué niña tan buena, quiere dedicar su vida a decirle a la gente si le toca morir o no. Eso pensaban todos, pero en inglés, claro, juzgando a la mexicana que aparte era güera, qué raro. So, should you tell her? I would do it, but I think you are closer to the people in the village. You know the language. I mean at least some words. Don’t you? Y luego empezó a llorar. Y yo me escondí en el baño que no era sino un hoyo en el suelo. La puerta tenía un madero roto, el espacio lo ocupaba una telaraña helada sosteniendo el cadáver de la araña que alguna vez la tejió. Eso veía cuando él me buscó y abrió la puerta. Le dije Thomas you’re are a coward. Y él me dijo no, I’m just, so afraid, and there’s a difference, weakness is human. Please, it has to be you. Look at her eyes, those yellow balls, she’s been watching you since she arrived, like if she knew a secret of your’s, something you don’t even know. Tenía razón. Esa mujer sabía algo de mí que se desvaneció junto con el silencio de los idiomas.

No le dije que moriría. No sabía las palabras. Ella lo leyó en mis ojos. Lo supo. Puso mi mano en su corazón e inclinó la cabeza mientras apretaba mi muñeca levemente. Su hija le abrazaba la pierna entera. Quiero creer que empezó a rezar y después la mujer ya no dijo nada. Sólo tembló un poco por el frío y me miró con sus ojos amarillos.

 

Copacabana, 2019

 

Fotografía por Marc Gassó