He recibido llamadas todos los días a la misma hora: 7 a.m.

He pensado que es mi pareja; tal vez para darme los buenos días, tal vez porque ocupa escuchar mi voz o tal vez sea alguien más con la posibilidad de que fuera algo importante, pero, ¿quién va a llamar? No soy lo suficientemente importante para recibir llamadas y menos a esa hora del día.

Con los ojos medio abiertos, he tomado el celular para tomarla cada vez. Pensé en aquellas llamadas que recibí cuando trataban de extorsionarme, durante una semana seguida; morí de miedo y me absorbió la ansiedad de pensar en ese momento nuevamente. Tuve miedo de salir a la calle e incluso estúpidamente tuve miedo hasta de prender mi teléfono celular.

Las primeras dos veces las deje pasar y respondí a la tercera. Esas llamadas al “amanecer” no eran para mí. No había nada; lo único que hay es una lista de reclamos y la imposibilidad de volver a dormir. Llamaban de algún lugar para preguntar por personas que no conozco. Quiero pensar que esos desconocidos dieron un número al azar y ese fue, casualmente, el mío. Les dije un millón de veces que yo no era esa persona, que no los conocía pero las llamadas no cesaron, luego decidí apagar el timbre del teléfono, creo que sigue así.

Pensaba en esas ocasiones cuando infantilmente llamé a números desconocidos para preguntar por personas que no existían o para reproducir las fórmulas de las más consagradas “bromas telefónicas”. En esa época, en que las llamadas eran imposibles de rastrear, hubo una generación que buscó respuestas en números aleatorios. Las preguntas eran casi siempre un juego de palabras cuya respuesta daba un giro que terminaba en risas.

Las llamadas telefónicas tienen la particularidad de ocultar al receptor y al emisor del mensaje detrás de su voz. Le dan la posibilidad de esconderse detrás de un aparato y ser quien quiera ser; un ejercicio íntimo y anónimo a la vez. Una de las grandes virtudes del teléfono, previo a otras formas de comunicación, fue la capacidad de acortar largas distancias. El auricular da la posibilidad de comunicarse al otro lado del mundo, de escuchar una voz en otro huso horario. Sin embargo, el medio de comunicación lleva en sí mismo ciertas limitantes, pues por mucho tiempo las llamadas a larga distancia eran tan caras que debían ser cortas y precisas: el tiempo era dinero.

En los últimos años es bastante raro escuchar el timbre del teléfono y tener una conversación larga con alguien al otro lado. A pesar de lo barato que es hoy comunicarse por teléfono, pasar horas en el auricular es una acción insólita.

Quizá hay tantas formas de hablar que buscamos las más impersonales, esas que impliquen menos contacto, pero entregas más efectivas y verificables.

Tengo la teoría, basada en una desordenada observación, de que esta es la época en la que más mensajes escritos se generan por segundo. Un punto en el que la humanidad escribe más, pero habla menos.

Quizá la popularidad de las notas de voz radica en la nostalgia por volver a escuchar voces, o quizá sólo sea un remedio para no tener que escribir pero tampoco hablar.

Yo todavía quiero escuchar un cuento por teléfono, o en su defecto en una nota de voz. Tal vez la siguiente vez que reciba una llamada equivocada le haga más preguntas a la voz del otro lado.

Fotografía por Coastal Driver