De repente es como si el espíritu de un novelista muerto te poseyera, y escribes. Escribes tanto que te olvidas de actividades esenciales: no te bañas, no comes, no duermes. Imaginas que así es como debieron haber escrito los grandes: poseídos por el fantasma de otro, más grande que ellos.
En esos molestos instantes cuando sientes entumecidas las piernas, o tus manos a poco de entrar en un túnel carpiano, o la vejiga o el intestino clamando ser vaciados, son los únicos en que te tomas un descanso; siempre temeroso de que las palabras se te escapen y ya no vuelvan nunca, o que el espíritu del novelista te abandone y vaya a poseer otra mente mejor dotada que la tuya.
Piensas que, de poder haber elegido al escritor dentro de ti, habría sido interesante tener a una mujer. De inmediato arriban a tu mente los rostros de Dorothy Parker y Sylvia Plath y, simultáneamente, es como si lo olvidaras todo. Ahora tienes trescientas páginas en un archivo de word ante ti y no sabes a quién le pertenecen, pero lo que es prácticamente seguro es que tú ya no sabes cómo terminar la novela. Te sientes estúpido por haber pensado en escritoras que apenas leíste en tu vida, cuando probablemente quien te haya abandonado fuese el fantasma de Virginia Woolf; a ella sí que la conocías, pero nunca se te ocurrió que fuera ella usando tu cuerpo como funda para escribir una nueva novela.
Esta noche no dejarás de pensar en Virginia, llenándose de pierdas los bolsillos del saco mientras camina al río a ponerle fin a su vida, y a su fantasma llevando a cabo la misma acción… otra vez.