El tiempo comienza a hacer estragos en las arrugas de nuestra piel, se forman zurcos por los que se deslizan los líquidos del amor que hemos succionado del pozo. La pasión, por su parte ha hecho de lo imposible la única posibilidad para sobrevivir y mantenernos bailando.
La luz se apaga para permitirnos adentrarnos en el camino, mientras que, la oscuridad ha plagiado nuestros cuerpos para mantenernos unidos y lejos de cualquier distracción que obstruya la empatía frágil en la voz del placer.
Quizá los pensamientos de esa noche eran tardíos, fracturamos la sonrisa en millones de partículas, convirtiéndose en fragmentos que no perdían nuestra esencia.
La eternidad nos narraba la promesa de sufrir y amar aún después de ser descubiertos, nos cubríamos con las ramas de la noche, los animales nos perseguían, no dejaban de seguir nuestro olor y el vaho que dejábamos después de haber yacido juntos.
Las palabras sobraban en determinado espacio, se construían pensamientos que no queríamos dejar de lado, auxiliábamos con la mente la importancia de inspirar al espacio nuevas creaciones, obstrucciones de miedo, miradas que transmitieran tiempos perfectos, para volver a nacer.
Lo sabíamos, alcanzaríamos el status que se nos había proyectado desde el momento cuando comenzamos a amarnos, no teníamos el camino hacia la ruptura, sosteníamos en nuestros cuerpos las marcas que habíamos hecho al momento de comenzar a pensarnos para siempre.
El ‘nunca’ pasó de por vida a la imaginación de nuestros aterradores escalofríos, nos manteníamos atentos a nuestras ilusiones, sin ellas, nos habríamos ahogado en la matriz de aquella figura desconocida, terrenos pantanosos, llenos de gelatinosos miedos.
Seguimos caminando, de la mano como la primera vez que nos descubrimos con los labios.
Fotografía: Stefano Majno