La práctica del canibalismo era más común de lo que sospechaba. La fiesta era en una casa grande y los cuartos susurraban travesuras de engaños, amores pasionales y algunos errores que se desayunarían por la mañana. Todo marchaba a la perfección, un poco de alcohol y luz de estrellas murmuraban que sería una de las noches más cordiales del año o al menos así lo pensábamos hasta que, todo estalló.
Íbamos detrás de todas las señales de la sinfonía de lo posible, lo oculto entre las rendijas, iba acompañado por algunas míseras migajas de los recuerdos de ayer, la partida del verano y el comienzo de un invierno sin animales nocturnos ni seres que se involucrarían con nosotros para librarnos del miedo por dejar de existir y remediar nuestra nula existencia en el caos del orden.
Había sólo dos caminos, promover el insípido sabor de nuestra saliva al dormir o procurar mantenernos despiertos hasta que pasara el amanecer, mismo que, todos tratábamos de alcanzar, pensábamos que, los tonos del alba sanarían las cicatrices que promovíamos con el paso del tiempo.
Nada funcionó, acariciábamos nuestras mejillas, tocábamos nuestra piel con palabras que detallaban el calor, tratando de remediar el frío intenso del universo.
– ¿Ya habrá amanecido en otro lugar?
– No lo sé, no lo creo, ya habríamos renacido.
Las preguntas cobijaban la inmaculada sospecha de haber elegido el camino incorrecto, lleno de basura y suciedad.
Sin embargo, estábamos juntos, luchando por no ser devorados por los deseos de alguien más, tratando de permanecer en el anonimato de los más salvajes, con ganas de bailar toda la noche, morir y gritar al cielo el grisáceo mundo que nos habíamos dejado.
Aquella madrugada nunca terminó, jamás amaneció.
Fotografía: Stefano Majno