Entre a la mañana siguiente con muchas ganas de verla, ya hace 10 años que no se nada de ella y supongo que ella nada ha sabido de mi. María había decidido quedarse a vivir aquí, en Puebla. Yo no le dije nada ni antes, ni después de mi partida. Solo sucedió así, tan rápido que aún no sé qué diablos le voy a decir cuando la vea.
Dan las dos en punto. Llevo esperando treinta minutos pero no aparece tras la barra, ni entra por la única puerta en el lugar, comienzo a delinear sus facciones en mis pensamientos, pero solo la recuerda mi piel. Formó un cuerpo y siento cada milímetro de su área pero sigue sin tener labios ni ojos. Temo perder su recuerdo para siempre. Temo que sea tarde para mi.
De pronto alguien cruza la puerta. Y es sin duda ella, pero demasiado joven, a los diez años: triste, casi sin expresión pasa de largo María cuando fue niña, sin siquiera reconocerme.
Comienzo a pensar que algo no anda bien con la realidad y me aferró a la improbabilidad de viajar en el tiempo.
Tras ella comienza una larga fila de seres vestidos
todos en negro, precisamente del mismo tono que todo ser humano reconocería por muerte.
Y nada.
Ya no me entero de nada, ni quiero hacerlo, ni podría aunque quisiera. Se cierra la puerta del bar tras de mí. Del mismo bar que lleva su nombre. Sin palabras emprendo el camino. Tanto ha pasado desde que me fui sin razón. Tanto para enterrar su rostro en la memoria.
No me quedo mudo de tristeza.
Me da terror no recordar su rostro.
Fotografía: mosthvost