El malabarista sin nombre

Como ya es costumbre otro horizonte se dibuja ante mis ojos, bañado con matices color claroscuro, era otra madrugada sombría en la ciudad. Hice mi rutina diaria y la tarde me acechó en un instante, me vi perdida entre calles al azar, siendo otra transeúnte más en esta oscura selva de cemento. Caminaba por el centro de Bogotá, recorriendo cada calle mientras recreaba una que otra idea para esa nueva obra de arte, estaba absorta en mis pensamientos y de repente su presencia me sorprendió. El tiempo dejó de andar. Las miradas se cruzaron en infinitos murmullos y de nuevo salió a flote aquella sensación.

Era él y era yo, sé que nuestros mundos se unieron en un melodioso vals. Sé que todo se paralizó, pero la vida real seguía y aquel semáforo cambió a su tono verde gastado y sucio. Los autos avanzaron sin piedad alguna y lo único que pude percibir envuelta en aquella confusión fue un empujón que me lanzaba a la acera. Miré al suelo y al levantar mi rostro aún estaba allí, el malabarista sin nombre. Sus labios, ese perfume que inundaba día a día mis largas mañanas recostada en su pecho, esos dulces ojos verdes que jamás logré olvidar. Su aroma lejano una vez más invadió mi esencia y se tornó en esa fragancia que traicionaba mis sentidos. Mi reacción fue lenta y tan solo pude balbucear algunas palabras. Temblé. Mi espíritu se heló y me sentí tan torpe. Se acercó a mí y su ser me abrazaba con ternura, quería despertar de aquel  lúcido sueño. Pero no era un sueño ¡era la más añorada realidad!. Él seguía allí, con su rostro en mi hombro y sus manos rozando mi cadera, una vez más escuché esa cálida voz que me decía con ternura “Hola muñeca, joder como te quiero”

Ese instante fue nuestro. La vida dejó de enfrentarnos como dos eternos enamorados y aquellas mariposas que pensé habían fallecido empezaron a revolotear por doquier. Salieron de aquella metamorfosis que encerraba todos mis más sinceros sentimientos. Me envolvían en el simple hecho de querer y ser querido. No puedo negarlo, quedé atónita y creí ser fantasía.

Pero caí del cielo y volví a mi realidad, me alejé de un salto. Por alguna extraña razón ese amor sincero se desplomó y empezó a desarmarse como aquella larga fila de dominós. Volverlo a ver era mi karma. Aunque él lo haya sido todo, alguien más ocupaba su lugar. Corrí. Huí como siempre suelo hacerlo.

Mientras me alejaba pensaba en aquel momento. Fue eterno, fue el perfecto más imperfecto que me renegaba cada pensamiento. Llegué a mi habitación en un abrir y cerrar de ojos. Tuve una disputa conmigo misma. Una larga charla con mi ser donde critiqué mi moral, al final sólo lloré y caí desplomada entre algodón y café. Aquella mañana la luz del sol se colaba entre las cortinas rosas de mi infancia, acariciando mis ojos para un nuevo día. Intenté llevar mi rutina, pero me era imposible dejar de pensar en el día anterior, para mí él ya no existía pero irrumpió en mi camino como siempre suele hacerlo. Por alguna razón en sus brazos me sentí feliz, solo quería pensar en él, quería recordar cada paso que decidí tomar cuando sujetaba su mano. El amor volvió a cuestionarme. Empezó a brillar ese eterno estado de animo que pensé haber dejado en el olvido. Sin embargo me sentí tan vil y mentirosa, alguien acompañaba mi camino pero no me lo podía negar, aún lo quería.

Era realmente espantoso hacerle frente a todos esos sentimientos que nacieron en mí. Saber que sucediese de nuevo me volaba la cabeza. No quería volver a creer en él y tras un rato recordé sus palabras de adiós. Aunque él haya sido más que todo, cinceló mi corazón al marcharse. Dejó esa marca que nunca nadie pudo curar. Mi corazón fue piedra para no volver a sufrir. En ese instante tan sólo sollocé, era débil pero ya no necesitaba abrazarlo. Ya no necesitaba esta historia de siempre. Intenté perderme entre música y poco a poco comprendí que el amor no es más que un pasajero. Era inevitable sentirme muerta y vacía. Era prisionera de cada uno de mis actos y su veneno siempre quedó teñido en mis labios. Pero de algo estoy segura, él interrumpió mi planeta e hizo de él algo mejor.

Volví a tener una batalla campal conmigo misma mientras los versos iban y venían. Mi mundo estaba hecho un espiral y era un caos. Mis ojos fueran de fuego y mi espíritu de piedra, una semilla de venganza se cultivó en mi alma pero una melodía invadió de nuevo mi cabeza, era esa canción que escuchaba en cada adiós. Se calmó esa hoguera que en mí nacía y entendí que “poder decir adiós es crecer”.

Fotografía por Martin Canova