A ella le atraía cierta fragilidad que él tenía. También le gustaba su aroma, sus movimientos que anticipaban siempre, una sonrisa. Sus ojos almendrados que se reducían infinitamente cuando él reía; su espalda, que albergaba toda una constelación de lunares que se extendía desde el inicio de la nuca y hasta la última vértebra, como si su piel fuese universo. Sus manos que, aunque fuertes, estaban descuidadas denotando el genuino nerviosismo de quien es compulsivo.
La asimetría en su rostro le parecía algo único, sus tres arrugas dibujadas en su frente, lejos de demostrar hostilidad, dejaban ver su sed por descubrir, ese instinto curioso que él poseía, su habilidad para llegar al núcleo de las cosas sin tener que estudiar su circunferencia.
Lo mejor se encontraba entre su cuello y su olfato; sus labios enormes, marcados y siempre listos para una aventura. Ella aún recuerda el sabor del primero. Cuando por fin abrió los ojos, se dio cuenta que no sólo era un beso. También se iniciaba algo incierto, y por ello, perfecto.
Fotografía: SHEFFIELD
Tengo pecas.