A veces es apenas eso: el espejismo de un sentimiento. Otras es como si floreciera sin siquiera avisar. Empatía, le llaman, y para mí continúa representando uno de los grandes misterios de la mente humana.
Se define fácil: facultad de ponerse en los zapatos de otro. El problema radica en que no todos calzamos el mismo número, e incluso no todas las marcas de calzado nos acomodan. Por muy figurado que sea el sentido de la definición, la empatía presenta problemas que podrían parecer de poca importancia en un primer momento pero que, analizados con detenimiento, podrían dar origen a una tesis filosófica.
Tanto nihilistas como narcisistas, egoístas, pesimistas y hedonistas estarán de acuerdo en que ponerse en los zapatos de otro es inadmisible. Tanto más pensamos en los problemas del otro, menos lo hacemos en nosotros mismos, lo que representa un problema para todas las ramas del pensamiento antes mencionadas fundamentadas, sobretodo, en el individuo.
Quienes se ponen en los zapatos del otro están destinados desde ya al fracaso de encontrar respuestas a los problemas ajenos. Las dificultades pueden tener patrones similares entre uno y otro individuo, pero eso no significa que exista algo siquiera cercano al entendimiento de lo que el otro o los otros consideran como problemática. Un factor que por lo general no se tiene en consideración es la intensidad con que cada individuo percibe un hecho; algo que puede resultar nimio e intrascendente para un individuo puede tener efectos devastadores en otro. Lo cierto es que, por lo general, no tendemos a reparar en ello, básicamente porque implica romper con el alto grado de representatividad que le damos a nuestra propia existencia.
Dicho de la forma más simple posible: la empatía no es otra cosa que el miedo a sufrir un destino similar al del otro. No nace, como se cree, en vías de intentar ser una mejor persona, sino de evitar caer en infiernos ajenos.

Fotografía por Denis Ryabov