…… Un día. Y el sol me quema la córnea. Abro los ojos porque no sé tenerlos cerrados. Despierto otra vez en este desierto. La sed…. La horrible sed… Me incorporo, y veo a unos metros, un oasis. Me levanta el apetito más primitivo de mi ser. Mi mente, sin embargo, sigue aguardando bajo el sol. Mis labios resecos, mi piel marchita… camino. Los pies se arrastran y sé que quieren darse por vencidos. Sé que quieren detenerse y hacerme caer de nuevo entre la arena caliente.
Me van llevando hasta la orilla del oasis. Tan cerca, tan cerca. Me falta poco…. Tropiezo. Mis brazos me arrastran. Estamos cerca.
La arena, el césped, la orilla…. Una palmera. La sombra… humedezco mis labios con la última gota de saliva.
Junto mis manos en forma cóncava. Las sumerjo. La humedad. El frió. La placentera sensación del fin. El descanso.
El agua desciende por mí garganta. La siento llegar hasta mi estómago…. ¿La sed? Ya no existe… no ahora. No aquí. No en este momento, pero más tarde…
La fatiga, el sol, el dolor… la vista se nubla. El sol. El sol. El brillante sol.
Mi visión desaparece. El frío me vuelve atrapar. Esta vez recorre mi espina dorsal. Llega a mi cabeza.
Abro los ojos. Es de noche. La luna me mira con ganas de engullirme. El coyote se escucha aullar extasiado. Tiene entre sus fauces voraces una víctima de su naturaleza. ¿Seré la siguiente? Me afano por andar, pero de nuevo la sed. El frío. El hambre. La resequedad.
Uniste mal los puntos: la constelación de Orión es esa –
Una peluda garra me señala el cielo.
Fotografía: Alexis Vasilikos
Intento de escritora.
Pensamientos fallidos.
Inteligencia subdesarrollada.