De camino al trabajo tengo pensamientos suicidas. Voy de pie en una lata de sardinas humana en la que es imposible moverse un par de centímetros sin molestar a alguien. Vamos a diez kilómetros por hora y las ventanas abiertas apenas dejan pasar un poco del aire gélido y fresco que ofrece la mañana. Unos más, otros menos, todos transpiramos en nuestro encierro. El transporte es un infierno móvil en el que, supongo, todos estamos pagando las penitencias de nuestro día a día: los adúlteros y los bebedores, codiciosos y pusilánimes, soberbios y librepensadores… Todos deseosos de que la tortura cese y, sin embargo, atrapados en una realidad asfixiante.
¿Quién puede decir que no hemos muerto ya?, me pregunto. Atrapados en una vida que ofrece la repetición de eventos como estabilidad; la rutina como único modus vivendi y la ilusión de ruptura de la misma como respiro de una fatalidad que, de manera inevitable, nos conduce a una segunda muerte que, incluso, parece mucho más tentadora que la primera, pues ofrece como recompensa lo que parece ser el descanso eterno, la inexistencia… O podríamos equivocarnos y estar condenados a permanecer atrapados en un loop infinito, como en una película de pago por evento que llega a los créditos y vuelve a iniciar desde el principio, donde volvemos al estallido del llanto inicial mientras un doctor nos recibe en este mundo con el rostro lleno de satisfacción por haber hecho bien su trabajo, sin apenas pensar en las terribles consecuencias que ello tendrá en el futuro…
Desciendo del camión con los miembros agarrotados y cojo una larga bocanada de aire que me llena de lágrimas los ojos. De repente todo se ha vuelto agradable. Tal vez, pienso, sea en estos pequeños actos, en estos metafóricos nacimientos diarios donde reside la felicidad de la vida. Conviene pensar que así es.
Fotografía por Denis Ryabov
(1990- ¿?). Gestor cultural, bibliómano y colaborador constante de publicaciones digitales.