Una vez intenté olvidar el norte y cambié brevemente de dirección, me dirigí a la zona centro, dónde las cosas pasan.
Cómo siempre llegué tarde, nos encontramos en un edificio bonito, pero que no me transmitía nada.
Tal vez por el contexto me sentí en una mala copia de algún rincón europeo.
Caminé a regañadientes a su lado por más de una hora hasta que encontramos un lugar ostentoso que pretendía no serlo.
Pidió cerveza importada, dulce y espumosa, “es como una malteada”, escuché con enojo y decepción.
La charla se compuso de preguntas estudiadas, interés plástico y estrategias aburridas.
Mientas todo pasaba solo pude extrañar aquellas delgadas, largas y frias manos.
Frio producido por el nerviosismo de cruzar obscuras calles, camino a la tiendita clandestina, donde nos abasteciamos de cerveza y cigarros que nos abriagaban a precios justos.
Estando allí anhelé la espontaneidad con la que pasábamos de las bromas a un buen beso, y como nos gustaba hacer de eso un acto impredecible, casi un juego musicalizado en modo aleatorio.
Extrañe cada minuto de esos paseos nocturnos, que sin dar un paso de esa sucia e insegura banqueta nos llevaban entre géneros musicales y vivencias.
Me he rendido, las brújulas siempre apuntan al norte, a ninguna otra dirección.
Fotografía por Andrey Rachinskiy
25 años de todo y nada, oficinista no resignada, me gusta que me digan Mary pero en realidad soy Mariana.